El ritual de la biodramina antes de subir al SEAT 127: la historia de por qué todos los niños de España nos mareábamos en el coche

El olor a gasolina y escay, la primera señal de que el viaje iba a ser una aventura. La pastilla amarilla que prometía un viaje tranquilo y que, a veces, solo traía un sueño pesado.

El ritual de la biodramina antes de subir al SEAT 127 era tan sagrado como la tortilla de patatas en la nevera portátil. Para toda una generación de niños españoles, el anuncio de un viaje en coche era una mezcla de euforia por el destino y pánico por el trayecto. ¿Quién no recuerda esa sensación? Aquel nudo en el estómago que no era de nervios, sino el presagio de un viaje movidito. La pregunta no es si te mareaste, sino cuántas veces lo hiciste en el coche de nuestra infancia, porque todos caímos alguna vez víctimas de aquella coctelera con ruedas.

Aquel pequeño gran coche, el SEAT 127, era el símbolo de la libertad para nuestros padres, pero para nosotros, los pequeños pasajeros del asiento trasero, era un campo de pruebas para nuestro equilibrio. Aquellas excursiones de verano a la playa o al pueblo se convertían en una odisea de curvas y sudores fríos. ¿Llegaremos sin incidentes? La respuesta casi siempre estaba en esa pastillita que nos daban con un vaso de agua, porque el viaje en el utilitario de SEAT era una experiencia que te marcaba para siempre, y no siempre para bien.

¿QUÉ TENÍA AQUEL COCHE PARA CONVERTIRNOS EN ‘FÁBRICAS DE MAREOS’?

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Pensemos en su estructura. No era un coche pensado para el confort de un crucero, sino para sortear las carreteras de una España que despertaba. Su suspensión, mucho más blanda y con más recorrido que la de cualquier coche actual, estaba diseñada para absorber baches y caminos irregulares. El resultado era un balanceo constante, un vaivén hipnótico y letal para el oído interno de un niño, porque la principal causa del mareo era la suspensión de barco que mecía a los pasajeros sin piedad en cada curva.

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Pero había más, mucho más. ¿Recordáis el calor? El motor calentaba el habitáculo y la ventilación era, siendo generosos, simbólica. Aquellas diminutas ventanillas triangulares delanteras apenas movían el aire viciado del interior, cargado de olor a gasolina y a tapicería de escay recalentada por el sol. El SEAT 127 se convertía en un horno sobre ruedas, porque la falta de una climatización eficaz creaba una atmósfera sofocante que multiplicaba la sensación de náuseas en los más pequeños.

LA BANDA SONORA DE NUESTROS VÓMITOS: CARRETERAS SECUNDARIAS Y CINTAS DE CASETE

El problema no era solo el coche, sino por dónde nos movíamos. Los viajes de los setenta y ochenta no transcurrían por autopistas infinitas y llanas, sino por una red de carreteras nacionales y comarcales llenas de sorpresas. Puertos de montaña, curvas cerradas que aparecían de la nada y un asfalto que había vivido tiempos mejores. Cada viaje en aquel coche familiar era una sucesión de acelerones, frenazos y cambios de rasante, porque el trazado de las antiguas carreteras españolas era el escenario perfecto para provocar el caos en nuestro sistema vestibular.

Y en medio de aquel caos físico, la banda sonora. El motor del SEAT 127 rugía con un sonido muy característico al subir una cuesta, un esfuerzo titánico que se colaba en cada rincón. A ese zumbido se unían las cintas de casete con los éxitos del verano o la radio, que se perdía en cada túnel. Esa mezcla de ruido mecánico y música pop creaba un ambiente inolvidable, porque el sonido constante del motor y los baches conformaban la inolvidable melodía de nuestros trayectos en el 127, una que aún resuena en nuestra memoria.

EL ‘KIT DE SUPERVIVENCIA’ QUE TODA MADRE PREPARABA

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La biodramina, o cualquier pastilla similar, era la reina indiscutible del botiquín de viaje. Era el primer paso del ritual, el seguro de vida que nuestras madres nos administraban con la esperanza de evitar el desastre. Su efecto somnoliento era, en realidad, una bendición. Dormirse era la mejor estrategia para sobrevivir a un viaje en el SEAT 127. Era el salvavidas químico al que nos aferrábamos, porque la pastilla para el mareo era la frontera entre un viaje placentero y una catástrofe anunciada en la tapicería trasera.

Pero una madre precavida nunca confiaba todo a la ciencia. Junto a la pastilla, siempre había un arsenal de emergencia en el bolso o la guantera. La famosa bolsa de plástico, por supuesto, pero también una botella de agua fresca, unas galletas María para asentar el estómago y una toalla pequeña humedecida para la frente. Aquel despliegue logístico convertía a nuestras madres en estrategas expertas, porque ese kit de supervivencia era la prueba de que se enfrentaban a un viaje en el utilitario con la misma seriedad que a una expedición.

¿POR QUÉ HOY LOS NIÑOS SE MAREAN MENOS?

Si comparamos un coche moderno con aquel icónico SEAT 127, las diferencias son abismales y explican en gran parte por qué el mareo cinético es menos común hoy. La tecnología ha jugado un papel fundamental. Las suspensiones actuales son mucho más firmes y controladas, los sistemas de climatización mantienen una temperatura estable y el aislamiento acústico nos protege del ruido exterior. Los coches ya no se balancean como barcos, porque la estabilidad y el confort de los vehículos actuales han minimizado los factores que provocaban el mareo hace décadas.

El otro gran cambio no está en el coche, sino en nosotros. ¿Qué hace un niño hoy durante un viaje largo? Mirar una pantalla. Ya sea una tablet, un móvil o una consola, su atención se fija en un punto estático. Nosotros no teníamos esa suerte. Nuestra única distracción era mirar por la ventanilla del SEAT 127, viendo cómo el paisaje se movía y se arremolinaba a nuestro alrededor. Ese conflicto entre lo que veían nuestros ojos y lo que sentía nuestro cuerpo era fatal, porque el entretenimiento digital ha conseguido que los niños fijen la vista, eliminando el estímulo visual que nos mareaba.

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LA NOSTALGIA DE UN MAL TRAGO QUE NOS UNIÓ PARA SIEMPRE

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Resulta curioso cómo la memoria transforma las experiencias. Aquellos viajes que de niños podíamos llegar a odiar, hoy los recordamos con una sonrisa y una dosis de cariño inmensa. El mareo en el SEAT 127 era un mal trago, sí, pero era un mal trago compartido en familia. Era la aventura previa a las vacaciones, el peaje que había que pagar para llegar al pueblo o a la playa. Se ha convertido en una anécdota generacional, porque ese sufrimiento infantil compartido se ha transformado en un pilar de la nostalgia colectiva que nos conecta a todos.

Aquel coche que motorizó España no solo transportaba personas, transportaba sueños, maletas llenas de ropa y neveras azules con filetes empanados. Cada curva, cada parada en la cuneta, cada «falta mucho» forma parte de lo que somos. El SEAT 127 no era solo un medio de transporte, era el escenario rodante de nuestra infancia. Y aunque el recuerdo venga acompañado de un ligero sabor a biodramina, lo cierto es que la memoria de aquellos viajes es el testimonio de una época más sencilla, más auténtica y, a su manera, inolvidable.

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