Hay sabores que funcionan como una máquina del tiempo, y el de los Chimos es uno de ellos. Solo mencionar su nombre transporta a una generación entera a la puerta del quiosco, con unas monedas en el bolsillo y una duda existencial: ¿cuántos podría comprar hoy? Era el capricho perfecto, ese caramelo de nata y piñones que no se parecía a nada. Pero un día, sin previo aviso, se esfumó. su desaparición se convirtió en uno de los grandes misterios sin resolver de nuestra infancia. ¿Qué fue de ellos?
La memoria es caprichosa, pero el recuerdo de su envoltorio blanco y azul y su textura inconfundible sigue intacto en la mente de miles de personas. Aquel dulce inolvidable dejó un vacío que ninguna otra chuchería ha conseguido llenar, generando un halo de leyenda a su alrededor. La nostalgia es un motor poderoso, pero la pregunta sigue flotando en el aire. Porque detrás de su adiós silencioso se esconde una historia empresarial que cruzó el Atlántico y que, probablemente, sentenció su destino para siempre.
UN SABOR QUE MARCÓ A UNA GENERACIÓN
Nadie ha conseguido replicar aquella fórmula magistral. Los Chimos no eran un caramelo más; eran una experiencia. La cremosidad de la nata se fusionaba con el toque sutil y elegante de los piñones, creando un sabor adulto en un formato para niños. Su textura era su otra gran baza, un punto intermedio perfecto entre un tofe y un caramelo blando que se deshacía en la boca lentamente. Era una golosina de Lheritier que jugaba en otra liga, alejada de los sabores ácidos y artificiales que empezaban a dominar el mercado.
En el ecosistema del quiosco de la EGB, donde competían clásicos como los Peta Zetas o los Fresquitos, el caramelo masticable de Lheritier tenía un estatus especial. Era la elección de los que buscaban algo diferente, casi un pequeño lujo asequible. Comprar Chimos era un pequeño ritual, desenvolverlo con cuidado y disfrutar de un sabor que te hacía sentir mayor. Por eso, su popularidad no se basaba en campañas de marketing agresivas, sino en un boca a boca infalible que lo convirtió en un icono.
LHERITIER, EL GIGANTE ARGENTINO QUE NOS LOS TRAJO
La historia de los Chimos está ligada a una empresa familiar que se convirtió en un imperio de las golosinas al otro lado del charco. Su desembarco en España fue un éxito rotundo, pero también el germen de su misterioso final en nuestro país. La compañía Lheritier, fundada en Argentina, fue la artífice de este y otros dulces que marcaron época. Aunque en su país de origen eran conocidos por muchos otros productos, en España su nombre quedó grabado a fuego gracias a este caramelo de nata y piñones.
Su época dorada en nuestro país fueron, sin duda, los años 80 y principios de los 90. Era prácticamente imposible encontrar un quiosco que no tuviera una caja de Chimos en su mostrador. Formaban parte del paisaje sentimental de la época, junto a las canicas, los tazos y las series de dibujos animados de la merienda. La popular chuche se consolidó como un producto transgeneracional, un sabor que unía a padres que lo habían conocido de jóvenes y a hijos que lo descubrían con fascinación.
¿QUÉ PASÓ? LAS PISTAS SOBRE SU DESAPARICIÓN
Una de las teorías más extendidas apunta a una decisión puramente estratégica de la compañía. La globalización de los mercados en los años 90 trajo consigo la llegada de multinacionales con un poder de distribución y marketing arrollador. Es posible que Lheritier decidiera replegarse a su mercado principal en Latinoamérica, abandonando mercados secundarios como el español ante la imposibilidad de competir con los nuevos gigantes del sector. El caramelo de nuestra infancia pudo ser víctima de un cambio de paradigma en la industria.
Otra línea de investigación, más prosaica pero igualmente plausible, se centra en los costes de producción. Los piñones nunca han sido un fruto seco barato, y su precio puede fluctuar enormemente. Fabricar masivamente un caramelo cuyo ingrediente distintivo es tan caro podría haber dejado de ser rentable. Ante la disyuntiva de encarecer el producto o cambiar la fórmula, la empresa pudo optar por la vía más drástica: dejar de fabricar los Chimos para el mercado español, sacrificando su producto estrella.
EL FANTASMA DE LOS ‘CHIMOS’ EN LA ERA DE INTERNET
Lo que desapareció de las tiendas físicas resurgió con fuerza en el mundo digital, alimentado por la pura nostalgia. Foros, blogs y grupos de Facebook se han convertido en una especie de santuario virtual para los huérfanos de los Chimos. En ellos, miles de usuarios comparten sus recuerdos, suben fotos de los viejos envoltorios y se preguntan colectivamente por qué desaparecieron. Es la prueba de que un buen producto deja una huella imborrable, un fenómeno que demuestra cómo la memoria colectiva se organiza en la red para evitar que un icono caiga en el olvido.
Esta arqueología digital ha llevado incluso a la búsqueda de alternativas, pero siempre con el mismo resultado: la decepción. Han surgido caramelos con sabores parecidos, pero ninguno ha logrado capturar la esencia del original. El sabor a piñones y la textura única de los Chimos parecen un secreto industrial perdido para siempre. Y es que, a veces, la magia de un producto reside en una combinación irrepetible, un equilibrio de ingredientes y recuerdos que lo convierte en algo único e insustituible para toda una generación.
¿VOLVEREMOS A PROBARLOS ALGÚN DÍA?
Vivimos en la era de los ‘revivals’. Productos que creíamos extinguidos vuelven a los supermercados impulsados por la demanda nostálgica en redes sociales. Hemos visto regresar refrescos, bollería y otras chucherías de los 80 y 90. ¿Podría ocurrir lo mismo con el caramelo de Lheritier? La demanda, sin duda, existe. Solo haría falta que alguien viera la oportunidad de negocio, una resurrección que se convertiría en un éxito de ventas instantáneo gracias al poder de la nostalgia, que es una de las herramientas de marketing más eficaces.
Mientras ese día llega, si es que llega, los Chimos seguirán viviendo en ese lugar especial de nuestra memoria reservado para los pequeños placeres perdidos. Quizás sea mejor así. Tal vez su leyenda se alimenta precisamente de su ausencia, idealizando un sabor que ya no podemos contrastar con la realidad. El dulce recuerdo de aquel caramelo de nata y piñones nos recuerda que, a veces, el valor de las cosas no está en su presencia, sino en el vacío imborrable que dejan cuando se van.