El Torito Bravo es mucho más que una canción; es un trozo de la memoria sentimental de España, un himno que El Fary catapultó a la eternidad casi sin querer. Todos hemos cantado su estribillo, pero pocos conocen la increíble historia de rechazo que se esconde detrás. Y es que, paradójicamente, «El Fary odiaba esa canción», una confesión que revela la tensa relación entre un artista y su mayor éxito, ya que el cantante sentía que la letra no encajaba con su imagen de hombre duro y de barrio. ¿Cómo pudo algo que detestaba convertirse en su firma inmortal?
La intrahistoria de este éxito es un guion perfecto sobre cómo el destino, a veces, tiene un retorcido sentido del humor. José Luis Cantero, El Fary, un hombre forjado a sí mismo, con una personalidad arrolladora y un estilo inconfundible, se topó con una letra que le sonaba a chiste. Lo que nunca imaginó es que ese estribillo pegadizo se convertiría en un fenómeno sociológico, porque su negativa inicial chocó frontalmente con el éxito masivo y popular que alcanzó la canción a pesar de él mismo. Adéntrate en uno de los secretos mejor guardados de nuestra música.
UN HIMNO NACIDO DE LA CONTRADICCIÓN
La figura de El Fary era la de un superviviente, un tipo ‘castizo’ que había sido jardinero y taxista antes de alcanzar la fama. Su música hablaba de la vida, del amor, del desengaño y de la calle, siempre con ese deje canalla y entrañable. Por eso, cuando los compositores Julio Seijas y Luis Gómez-Escolar le presentaron la maqueta del Torito Bravo, su reacción fue de incredulidad y rechazo, pues la sencillez y el tono casi infantil de la letra chocaban con el personaje que él había construido con tanto esfuerzo. Aquello no era para él.
«Pero ¿qué es esto de un toro que es de casta y de poder?», cuentan que repetía. No le veía la gracia ni el arte por ningún lado. Para él, era una canción menor, casi una broma que no estaba a la altura de su repertorio ni de lo que su público esperaba. La grabó por pura obligación contractual, sin ponerle ni una pizca de fe. Sin embargo, la historia de la música está llena de estas felices casualidades en las que una canción destinada al olvido se convierte en leyenda. El Fary estaba a punto de descubrirlo en sus propias carnes.
EL GOLPE DE GENIO DE DOS HITMAKERS
Julio Seijas y Luis Gómez-Escolar no eran unos novatos. Formaban un tándem de compositores que había firmado algunos de los mayores éxitos para artistas como Mecano, Miguel Bosé u Olé Olé. Sabían perfectamente lo que hacían: crear estribillos pegadizos, melodías sencillas y letras que se instalaban en el cerebro. El Torito Bravo era un producto de su tiempo, diseñado para funcionar en las radios y en las verbenas de toda España, ya que su estructura pop era infalible y estaba pensada para conectar con un público masivo de forma inmediata.
Ellos sí vieron el potencial. Entendieron que la voz rota y el carisma de El Fary eran el contrapunto perfecto para esa letra naíf. Era precisamente esa contradicción la que podía hacerla única y memorable. Insistieron hasta la saciedad para que la grabara, convencidos de que tenían un diamante en bruto entre manos. La discográfica apoyó la idea, porque la industria musical de los 80 buscaba canciones transversales que pudieran gustar a padres e hijos por igual. Y vaya si lo consiguieron.
EL FENÓMENO INFANTIL: EL PÚBLICO QUE NADIE ESPERABA
Una vez lanzado, el Torito Bravo comenzó a sonar en todas partes. Pero lo que sorprendió a todos, y al propio Fary el primero, fue quiénes la abrazaron con más fuerza: los niños. El estribillo se convirtió en un himno en los patios de colegio, en las fiestas de cumpleaños y en los campamentos de verano. Los más pequeños, ajenos a la imagen de tipo duro del cantante, conectaron con la historia de ese animal bravo de una forma pura y directa, pues el ritmo juguetón y la melodía repetitiva la convirtieron en la banda sonora inesperada de toda una generación infantil.
Fue un fenómeno sociológico digno de estudio. De repente, El Fary, el cantante de copla y balada sentimental, era un ídolo para los niños. Una situación surrealista que él mismo no terminaba de asimilar. ¿Cómo era posible que la canción que más detestaba le hubiera abierto las puertas de un público que jamás habría imaginado? La respuesta era simple: el éxito no entiende de prejuicios, y el Torito Bravo había encontrado su camino al corazón de la gente sin pedirle permiso a su creador. Apaga y vámonos.
DE LA NEGACIÓN A LA BENDITA RESIGNACIÓN
Al principio, El Fary se resistía. Cuentan que en los conciertos intentaba evitarla, pero el público la pedía a gritos. Era inútil luchar contra la marea. Vio las cifras de ventas, sintió el cariño de la gente y comprendió que estaba ante el mayor éxito de su vida. Puede que a él no le gustara, pero esa canción le estaba dando una popularidad y unos beneficios económicos que nunca antes había conocido. Fue entonces cuando su rechazo se transformó en una especie de resignación pragmática, porque entendió que el Torito Bravo ya no le pertenecía a él, sino al pueblo.
Poco a poco, la fue incorporando a su repertorio con orgullo. Aprendió a disfrutar de la alegría que generaba en el público cada vez que sonaban los primeros acordes. Se convirtió en el clímax de sus actuaciones, el momento que todos esperaban. La historia de su odio inicial pasó a ser la anécdota que contaba con una sonrisa, consciente de la ironía del destino. Al final, la canción se convirtió en un pilar fundamental de su legado, demostrando que a veces el instinto del artista puede equivocarse.
EL LEGADO INMORTAL DE UN ANIMAL POP
Hoy, décadas después, el Torito Bravo sigue más vivo que nunca. Ha sido parte de la banda sonora de películas de éxito, como la saga Torrente de Santiago Segura, que terminó de elevarla a la categoría de culto. Es un himno en fiestas, bodas y karaokes, una de esas canciones que todo el mundo, sin importar la edad, conoce y canta a pleno pulmón. Ha superado la barrera del tiempo, convirtiéndose en un meme cultural, porque su impacto va más allá de lo musical, formando parte del imaginario colectivo de todo un país.
Es la prueba definitiva de que una gran canción no siempre necesita el beneplácito de su intérprete. La historia de El Fary y su «odio» por este tema nos deja una lección maravillosa sobre el arte y la conexión con el público. Él se fue, pero nos dejó un legado inmenso. Y en el centro de todo, indomable y eterno, seguirá sonando ese estribillo que grabó con los dientes apretados, el inolvidable Torito Bravo que, sin que él lo supiera, le garantizó la inmortalidad.