Sobrevivir a la M-30 en los 90: el día que decidieron soterrar el ‘Scalextric’ de Atocha y Madrid cambió para siempre

El recuerdo de un Madrid dominado por el hormigón y el ruido que hoy parece de otra época. La obra faraónica que dividió a la ciudad antes de unirla para siempre.

Hablar de la M-30 en los años 90 era sinónimo de ruido, humo y un río de coches que parecía no tener fin. Para muchos, era una cicatriz de asfalto que partía la ciudad sin piedad, y es que Madrid convivía con una autovía urbana que generaba una barrera física y psicológica insalvable para miles de vecinos. Aquel cinturón de asfalto era el protagonista inevitable de cualquier trayecto, una bestia de hormigón que devoraba el paisaje y la paciencia de los conductores. ¿Alguien se acuerda hoy de cómo era aquello?

Imagina intentar cruzar de un barrio a otro y encontrarte con un muro infranqueable de vehículos a toda velocidad. Así era el día a día en buena parte de la capital antes del gran cambio, ya que la carretera de circunvalación no solo condicionaba el tráfico, sino la vida social y el valor de las viviendas a sus orillas. El famoso ‘Scalextric’ de Atocha era la máxima expresión de ese modelo urbanístico, un amasijo de hierros y cemento que hoy nos parecería una distopía. Pero entonces, era simplemente Madrid.

EL MONSTRUO DE HORMIGÓN QUE SE COMIÓ ATOCHA

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Pocos recuerdan ya la imagen, pero el paso elevado de Atocha, bautizado popularmente como el ‘Scalextric’, era una estructura monstruosa que ensombrecía la estación y el Paseo del Prado. Circular por Madrid en esa época significaba enfrentarse a él, y es que aquel viaducto era un símbolo del desarrollismo de los 70 que priorizaba el coche sobre el peatón, creando un entorno hostil y ruidoso. El sonido bajo sus pilares era un estruendo continuo, una banda sonora infernal para los que vivían o trabajaban en la zona.

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Los atascos en la capital encontraban en ese punto uno de sus peores escenarios, un embudo de carriles que se cruzaban a distintas alturas y que ponía a prueba los nervios de cualquiera. La decisión de demolerlo fue el primer gran paso hacia un nuevo concepto de ciudad, porque la eliminación del ‘Scalextric’ en 1986 anticipó el debate sobre qué hacer con la M-30, una conversación que tardaría casi dos décadas en materializarse en el mayor proyecto de obra civil de la historia de Madrid.

LA AUTOVÍA QUE ACTUABA COMO FRONTERA INVISIBLE

El problema no era solo un viaducto, sino todo un anillo de circunvalación que actuaba como un muro de Berlín para los barrios del sur y del este. La M-30 no era una simple carretera, y es que vecindarios como Usera, Carabanchel o Arganzuela vivían de espaldas al centro, separados por una brecha de seis u ocho carriles que solo se podía cruzar por puentes contados. Esta fractura social y urbana era una herida abierta en el mapa de la ciudad.

Vivir “fuera” de la M-30 tenía connotaciones que iban más allá de lo geográfico; era una cuestión de percepción y de calidad de vida. El ruido incesante y la contaminación eran el peaje que pagaban sus habitantes, puesto que la autovía urbana convertía las ventanas de miles de pisos en palcos a un espectáculo de tráfico interminable. La idea de pasear junto al río Manzanares era, sencillamente, una quimera, un sueño ahogado por el rugido de los motores y el gris del asfalto.

¿Y SI ENTERRAMOS EL RÍO DE COCHES?

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Cuando a principios de los 2000 se planteó el soterramiento de la M-30, la idea fue recibida con una mezcla de esperanza y un escepticismo monumental. Parecía una locura, una obra faraónica de presupuesto y plazos inabarcables, porque la promesa de enterrar kilómetros de autovía para crear un gran parque lineal parecía sacada de una película de ciencia ficción. Muchos madrileños, acostumbrados a las promesas políticas, no creyeron que algo así fuera posible. ¿De verdad iban a quitar los coches de la superficie?

El proyecto, conocido como Madrid Calle 30, no solo buscaba mejorar el tráfico en la capital, sino transformar radicalmente la fachada oeste de la ciudad. La visión era audaz y polémica, ya que el objetivo final era coser los barrios separados y devolver el río Manzanares a los ciudadanos, convirtiendo una zona degradada en el pulmón verde que conectaría el centro con la periferia. Era apostarlo todo a una sola carta, una que cambiaría la cara de Madrid para siempre.

MADRID, LEVANTADO: LOS AÑOS DE POLVO Y PACIENCIA

Los que vivieron aquellos años lo recuerdan como una etapa de caos controlado, un laberinto de desvíos y grúas que parecía no tener fin. Las obras de Gallardón pusieron la ciudad patas arriba durante casi cuatro años, dado que el soterramiento de la M-30 obligó a rediseñar la movilidad de millones de personas a diario. La paciencia se convirtió en la principal virtud de los conductores, que veían cómo sus trayectos habituales se convertían en odiseas impredecibles entre vallas y conos naranjas.

El ruido de las tuneladoras sustituyó al de los coches, y el polvo en suspensión se adueñó del paisaje. Fue un sacrificio colectivo inmenso, pues los vecinos de la zona soportaron molestias constantes con la esperanza de un futuro mejor. Cada día, al pasar por allí, uno se preguntaba si tanto esfuerzo merecería la pena, si de verdad bajo ese amasijo de tierra y maquinaria se estaba gestando un nuevo Madrid. La respuesta estaba cada vez más cerca.

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CUANDO EL ASFALTO DEJÓ PASO A LOS ÁRBOLES

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El día que se inauguró Madrid Río, la transformación fue tan impactante que superó todas las expectativas. Donde antes había un nudo de asfalto y coches, ahora había fuentes, puentes de diseño y miles de árboles, y es que la desaparición de la M-30 de la superficie permitió crear un espacio de ocio de diez kilómetros que se llenó de familias, deportistas y paseantes desde el primer minuto. La herida por fin había cicatrizado, y la ciudad respiraba de otra manera.

Hoy, las nuevas generaciones pasean por esa enorme pradera verde sin saber que bajo sus pies circulan miles de vehículos a diario. La antigua M-30 es ahora un recuerdo en blanco y negro, una historia de cómo las ciudades pueden reinventarse, ya que aquel cinturón de asfalto que partía Madrid es ahora el nexo que une sus barrios. A veces, para que algo nuevo florezca, es necesario enterrar el pasado, aunque esté hecho de hormigón y cubra el corazón de una metrópoli.

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