La pesadilla de ir al dentista en los 70: sin anestesia, con un torno que sonaba a taladro y el miedo que nos dejó marcados para siempre

Un viaje al origen de un miedo generacional: el sonido, el olor y el dolor de las consultas dentales de nuestra infancia. Antes de la sedación consciente y los avances de hoy, una visita al odontólogo era una prueba de valentía casi heroica.

La memoria de toda una generación tiene una banda sonora terrorífica, y no es la de ninguna película de miedo, sino la de la sala de espera del dentista. Aquel zumbido agudo, metálico e inconfundible que se filtraba por debajo de la puerta era la antesala de una experiencia que bordeaba la tortura. Era el sonido del torno, una turbina infernal que prometía un sufrimiento inevitable, porque la visita al odontólogo en los años 70 y 80 era un acto de fe y resignación. Un mal trago que había que pasar sí o sí.

Aquel pavor infantil no era una exageración; era la respuesta lógica a una realidad que hoy parece de ciencia ficción. La odontología de entonces se practicaba con unos medios y una filosofía que nada tienen que ver con la actual. El foco no estaba en el bienestar del paciente, sino en solucionar un problema de la forma más expeditiva posible. ¿El resultado? Una fobia colectiva, un trauma silencioso que dejó en miles de niños una aversión al cuidado dental que muchos arrastran todavía de adultos.

EL SONIDO DEL MIEDO: AQUEL TORNO INFERNAL

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Pocos estímulos sensoriales han generado un rechazo tan unánime como el de aquel torno dental. No era solo el volumen, era su timbre, una vibración de alta frecuencia que parecía perforar directamente el cerebro. Aquellas máquinas, lentas y ruidosas, funcionaban por fricción, sin la refrigeración por agua que es estándar hoy en día. Esto provocaba que el diente se sobrecalentara durante el proceso, porque la tecnología de la época generaba un dolor agudo y una sensación de quemazón muy desagradables que convertían un simple empaste en una auténtica pesadilla.

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La diferencia con la aparatología actual es simplemente abismal. Los modernos equipos de alta velocidad son increíblemente más silenciosos, rápidos y, sobre todo, indoloros. El sonido ya no domina el ambiente de la clínica dental. Sin embargo, para quienes lo vivieron, aquel zumbido sigue latente en el subconsciente. Es un resorte que todavía hoy puede disparar la ansiedad, demostrando que el impacto psicológico de aquel ruido fue tan potente que se convirtió en el símbolo universal del miedo al dentista.

«ABRE GRANDE»: LA ANESTESIA ERA UN LUJO (O NO EXISTÍA)

Otra de las claves de esta experiencia traumática era la precaria gestión del dolor. La anestesia local no estaba tan extendida ni se aplicaba con la ligereza de hoy. A menudo se reservaba para extracciones complejas, y muchos procedimientos, como los empastes, se realizaban «a pelo». El paciente, sobre todo si era un niño, recibía instrucciones claras: «esto es un momentito, no te muevas». El estoicismo era la norma, ya que el dolor se consideraba una parte inherente e inevitable de cualquier tratamiento dental, algo con lo que había que lidiar sin queja.

Cuando se utilizaba, la técnica tampoco ayudaba. Las agujas eran más gruesas y el procedimiento, más tosco, lo que convertía el propio pinchazo en un momento temido. No existía la cultura de la anestesia tópica para insensibilizar la zona previamente. La figura del dentista era la de una autoridad incuestionable, un «sacamuelas» en el imaginario popular, cuyo objetivo era arreglar el problema sin contemplaciones. Se normalizó la idea de que para curar la boca había que pasar necesariamente por un mal rato, un concepto que la odontología moderna ha logrado erradicar por completo.

LA SALA DE ESPERA, UN PASILLO HACIA EL SUPLICIO

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El miedo no empezaba al sentarse en el sillón, sino mucho antes, al cruzar el umbral de la consulta. Las salas de espera de entonces tenían una atmósfera particular, casi litúrgica. Un silencio denso, solo roto por el torno a lo lejos, y un olor inconfundible, una mezcla de desinfectante y eugenol —el aceite de clavo usado en empastes provisionales—. Aquel aroma se impregnaba en la memoria, ya que el ambiente ascéptico e impersonal de aquellas clínicas no hacía nada por calmar al paciente, sino todo lo contrario.

Hoy, las clínicas dentales parecen spas. Musicoterapia, aromaterapia, colores cálidos y un trato exquisitamente cercano para que el paciente se relaje. Nada que ver con la frialdad de entonces. El dentista salía, decía un apellido y la siguiente víctima se levantaba con el corazón en un puño. No había conversación para tranquilizar ni explicaciones detalladas sobre el procedimiento. Se asumía que estabas allí para obedecer, porque la comunicación con el paciente era mínima y se limitaba a dar órdenes funcionales, lo que aumentaba la sensación de vulnerabilidad. El dentista de hoy es otro perfil.

DE LA EXTRACCIÓN COMO ÚNICA SOLUCIÓN A LA PREVENCIÓN

El enfoque de la odontología de aquella época era fundamentalmente reactivo y extractivo. La prevención y la conservación de las piezas dentales no eran la prioridad. Ante una caries profunda o una infección, la solución más rápida y habitual era la extracción. El concepto de «salvar el diente» a través de endodoncias complejas era menos común y accesible. Para el dentista de la época, y para la mentalidad general, una muela que daba problemas era una muela que había que quitar para acabar con el dolor, sin pensar tanto en las consecuencias a largo plazo.

El cambio de paradigma es una de las grandes revoluciones de la salud bucodental. Hoy, un buen dentista considera la extracción como el último recurso. La odontología conservadora, la periodoncia, la ortodoncia y la implantología han evolucionado hasta permitir rehabilitaciones completas. Además, se ha instaurado una sólida cultura de la prevención desde la infancia. Se enseña a cuidar la boca para no tener que repararla, ya que el objetivo actual es mantener una dentadura funcional y sana durante toda la vida, algo que antes ni se planteaba como una posibilidad realista.

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¿HEMOS SUPERADO AQUEL TRAUMA GENERACIONAL?

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Aunque las condiciones han cambiado drásticamente, las cicatrices de aquel miedo perduran. Un porcentaje muy alto de adultos con odontofobia confiesa que su pánico se originó en una mala experiencia infantil con un dentista. Para ellos, el olor a clínica o un sonido similar al del torno pueden seguir siendo potentes detonantes de ansiedad. La labor del dentista moderno no es solo técnica, sino también psicológica, porque gran parte de su trabajo con pacientes de cierta edad consiste en deconstruir ese pavor aprendido y demostrarles que la realidad ha cambiado. Es el reto de todo buen dentista.

La buena noticia es que las nuevas generaciones ya no comparten este trauma. Para un niño de hoy, ir al dentista no es una experiencia aterradora. Las clínicas están pensadas para ellos, los profesionales aplican técnicas de manejo de la conducta y el dolor es una anécdota. Recordar cómo era antes no es un ejercicio de nostalgia amarga, sino una forma de valorar el increíble salto cualitativo que hemos dado. Aquellas visitas nos marcaron, sí, pero también nos permiten apreciar que la odontología actual se ha humanizado hasta centrarse por completo en el confort y la confianza del paciente.

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