La figura del sereno parece sacada de una novela de Galdós, un eco de un pasado en blanco y negro que se antoja casi irreal. Sin embargo, para miles de españoles, su voz y sus llaves eran la banda sonora de la noche, el último eslabón de seguridad antes de meterse en la cama, pues este vigilante nocturno garantizaba el descanso y el orden en las ciudades. Jose Pérez, a sus 83 años, cierra los ojos y aún puede oír el sonido de sus propias pisadas.
«¡Sereno, abre el catorce!», recuerda Jose que le gritaban desde una ventana. Aquella llamada rompía el silencio de la madrugada, y él acudía con su pesado manojo de llaves, un auténtico mapa metálico del barrio, porque este guardián de las llaves era una figura de máxima confianza para todos los vecinos. Un oficio desaparecido que hoy nos habla de una forma de vivir, de una sociedad donde la tecnología no había sustituido todavía el calor humano.
EL ÁNGEL DE LA GUARDA CON CHUZO Y GORRA
Para Jose, ser sereno era una vocación de servicio. No se trataba solo de abrir portales a los trasnochadores o a quienes volvían del último turno en la fábrica, ya que su labor principal consistía en patrullar las calles para prevenir robos y altercados. Con su chuzo, una especie de lanza con punta de hierro, y su farol, su figura infundía un respeto que mantenía a raya a los maleantes y daba seguridad a los vecinos.
«Conocías a todo el mundo, sus horarios, sus penas y sus alegrías», rememora con una sonrisa. El sereno era el confidente silencioso de la noche, el que ayudaba a una parturienta a encontrar un taxi de madrugada o el que avisaba de un escape de gas, puesto que este trabajador municipal actuaba como un nexo indispensable en la vida comunitaria del vecindario. Un verdadero pilar social que se desvaneció con el tiempo.
LAS LLAVES QUE ABRÍAN TODAS LAS PUERTAS
El símbolo inequívoco de su autoridad y su responsabilidad era aquel enorme y ruidoso manojo de llaves. «Pesaría más de cinco kilos», calcula Jose mientras simula el gesto de llevarlo en la mano. Cada llave era una puerta, una familia, una historia, y ese manojo representaba la confianza ciega que los vecinos depositaban en su sereno. Perderlo no era una opción, era una catástrofe que afortunadamente nunca le ocurrió en sus más de treinta años de servicio.
La relación con los vecinos trascendía lo profesional. Se basaba en el conocimiento mutuo forjado noche tras noche, saludo tras saludo, puesto que el aguinaldo de Navidad era la muestra de agradecimiento más esperada por su trabajo durante todo el año. Era una recompensa económica, sí, pero sobre todo era el termómetro del cariño y el respeto que le profesaba el barrio. Este oficio desaparecido se cimentaba en la confianza.
«¡LAS ONCE HAN DADO Y SERENO!»: LA VOZ DE LA NOCHE
El grito de «¡Las diez han dado y sereno!» no era un simple anuncio de la hora. Era un mensaje de calma, una forma de decirle al barrio que todo estaba en orden, que el guardián de la noche estaba en su puesto, y que este pregón nocturno era una tradición que marcaba el ritmo de la vida urbana. Jose modulaba la voz según el viento para que se escuchara en cada rincón de su demarcación, una melodía que hoy solo pervive en el recuerdo.
A veces, la noche traía sorpresas. Desde jóvenes intentando una trastada hasta parejas que necesitaban un testigo discreto, el sereno lo veía todo. Su figura era un faro en la oscuridad, un punto de referencia constante y fiable, ya que su presencia convertía las calles solitarias y oscuras en un lugar seguro para transitar. La simple silueta de aquel hombre con gorra bastaba para que cualquiera se sintiera protegido y en casa.
LA CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA POR UN CABLE
La modernidad llegó en forma de un pequeño aparato con un botón y un micrófono. «El portero automático fue nuestra sentencia de muerte», afirma Jose con una mezcla de resignación y nostalgia. De repente, ya no hacía falta que nadie esperara en la calle para abrir la puerta, pues la instalación masiva de interfonos en los años 70 hizo redundante la figura del sereno. La comodidad y la tecnología se impusieron a la tradición y al trato humano.
El cambio fue progresivo pero imparable. Las comunidades de vecinos dejaron de pagar la «igualá», la pequeña cuota mensual que sufragaba su sueldo, y los ayuntamientos comenzaron a amortizar las plazas, porque el avance tecnológico y los nuevos modelos de vivienda sellaron el destino de este oficio. A Jose y a sus compañeros los fueron reubicando en otros puestos municipales, como guardas o conserjes, pero el alma de su trabajo se perdió para siempre.
EL RECUERDO QUE EL INTERFONO NO PUDO BORRAR
Hoy, cuando pulsamos un botón para abrir el portal, rara vez pensamos en lo que ese gesto sustituyó. Hemos ganado en independencia, pero hemos perdido a esa figura familiar que nos daba las buenas noches, y el sereno representaba una conexión humana que la tecnología no ha podido reemplazar. Su recuerdo nos habla de un tiempo donde la seguridad no dependía de cámaras o alarmas, sino de la confianza en una persona.
Jose a veces pasea por su antiguo barrio. Los portales son los mismos, pero ya no guardan sus llaves. Los jóvenes que lo ven no saben que aquel anciano fue un día el guardián de sus sueños, el último sereno de la zona, ya que su historia es el reflejo de una España que se modernizó a costa de oficios centenarios. Y aunque el zumbido del portero automático ganara la batalla, nunca podrá borrar el eco de aquella voz que cantaba la hora en la noche serena.