Especial 20 Aniversario

La carne de cerdo no fue siempre parte del cocido montañés: los 3 ingredientes originales de la receta

La versatilidad de la carne de cerdo en la gastronomía española es indiscutible, pero su papel protagonista en platos emblemáticos como el cocido montañés esconde una historia de evolución y necesidad. Este plato, emblema de la cocina cántabra y refugio en los días de frío, se presenta hoy como un festín cárnico donde el compango es rey. Sin embargo, su alma original, esa que alimentó a generaciones en las aldeas de La Montaña, era mucho más humilde y verde. Un viaje a las raíces de esta receta revela que sus cimientos no se construyeron sobre la abundancia, sino sobre la sabiduría de aprovechar los recursos más básicos y cercanos, aquellos que la tierra ofrecía con generosidad y el corral con mesura, una realidad gastronómica que merece ser redescubierta.

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La imagen actual del cocido, rebosante de embutidos y carnes que tiñen de rojo el caldo, dista mucho de su concepción primigenia, donde el sabor no se medía por la cantidad de productos derivados del cerdo. Aquella versión, más austera pero no por ello menos sabrosa, respondía a un ciclo de vida marcado por las estaciones y la economía de subsistencia. La receta original se aferraba a tres pilares fundamentales, un trío de ingredientes que definían su identidad mucho antes de la popularización de los productos cárnicos industriales, garantizando el sustento durante los largos inviernos cántabros. Comprender esta transformación es entender no solo la evolución de un plato, sino la de toda una sociedad y su relación con la comida, desde la necesidad hasta la opulencia.

CARNE DE CERDO: EL SECRETO ESTABA EN LA TIERRA, NO EN LA CORTEZA

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En su origen más puro, el cocido montañés era un plato de cuchara eminentemente agrícola, un guiso de agricultores y ganaderos para el que se recurría a lo que la huerta y el campo daban. La base de todo era la paciencia y el fuego lento, una alquimia sencilla que transformaba ingredientes modestos en un manjar reconfortante. Antes de que la carne se convirtiera en un elemento indispensable de la dieta diaria, la proteína principal y la sustancia del plato provenían de las legumbres y las verduras, conformando un sustento diario que rara vez se veía enriquecido con grandes piezas de carne. Era la expresión de una cocina de resistencia, adaptada a un entorno exigente que obligaba a maximizar cada recurso disponible.

La estacionalidad regía la despensa de las casonas montañesas, y el cocido era el reflejo fiel de este calendario natural. La berza se recogía durante los meses más fríos, justo cuando el cuerpo pedía un alimento más contundente, y las alubias secas, cosechadas en otoño, esperaban su momento en la fresquera. La presencia del cerdo era un acontecimiento, limitado a los productos obtenidos de la matanza anual, un ritual que aseguraba conservas para todo el año. Por tanto, la idea de añadir chorizo y morcilla de forma sistemática es un concepto moderno, ya que estas viandas se reservaban para ocasiones especiales o se dosificaban con extrema prudencia en el día a día.

LA ALUBIA: EL CORAZÓN BLANCO DEL VERDADERO COCIDO

La Alubia: El Corazón Blanco Del Verdadero Cocido
Fuente: Freepik

La protagonista indiscutible de la receta ancestral era la alubia blanca, preferiblemente de la variedad local conocida como «carico montañés». Esta legumbre, pequeña y de piel fina, era el verdadero motor del plato, la que aportaba la cremosidad y la consistencia que hoy a menudo se busca en la grasa animal. Su cultivo estaba extendido por toda la región, y cada casa guardaba con celo su propia cosecha para garantizar el alimento durante todo el año. La calidad de la alubia era fundamental, ya que de su capacidad para deshacerse lentamente en el agua dependía la textura final del guiso, convirtiendo un simple caldo en una base melosa y llena de sabor.

La preparación comenzaba la víspera, con el remojo de las legumbres, un ritual inmutable que preparaba el terreno para una cocción larga y sosegada. El objetivo no era simplemente ablandarlas, sino extraer toda su esencia para que impregnara cada rincón de la olla. A diferencia de las versiones actuales, donde compiten múltiples sabores, en el cocido primigenio el gusto suave y mantecoso de la alubia era el hilo conductor. Se trataba de una cocina sin prisas, donde el tiempo era un ingrediente más que permitía a los sabores fusionarse de manera natural, sin necesidad de aditivos que enmascararan la pureza del producto original, que a veces se acompañaba con un leve toque de algún producto del cerdo.

LA BERZA, ESA GRAN OLVIDADA DE VERDE INTENSO

La Berza, Esa Gran Olvidada De Verde Intenso
Fuente: Freepik

Junto a la alubia, la berza era el otro pilar sobre el que se sustentaba el cocido montañés. Esta verdura de hoja verde y robusta, capaz de resistir las heladas más severas, aportaba el contrapunto fresco y ligeramente amargo que equilibraba la contundencia de la legumbre. No era un mero acompañamiento o una nota de color, sino un ingrediente con entidad propia, valorado por sus nutrientes y su capacidad para dar volumen al plato. En una época de escasez, la berza era una garantía de alimento y una fuente de vitaminas indispensable durante el invierno, cuando otras hortalizas frescas desaparecían de la huerta.

Su tratamiento en la cocina también requería mimo. Se cortaba en una juliana fina, conocida como «el pelo», y se añadía al guiso en el momento justo para que quedara tierna pero sin perder su estructura. Su función era doble: por un lado, aligeraba el conjunto, y por otro, absorbía los jugos de la cocción, convirtiéndose en un bocado sabroso y lleno de matices. La combinación de la suavidad de la alubia con la textura fibrosa de la berza y el caldo denso creaba una experiencia completa, una sinfonía de sabores y texturas que funcionaba a la perfección sin la necesidad imperiosa del compango, demostrando que la sencillez bien entendida es la base de la gran cocina.

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EL COMPANGO DE MATANZA: CUANDO EL CERDO ERA UN TESORO FAMILIAR

El Compango De Matanza: Cuando El Cerdo Era Un Tesoro Familiar
Fuente: Freepik

Cuando el compango hacía acto de presencia, no era un producto cualquiera comprado en el mercado. Procedía directamente de la matanza, el evento social y económico más importante del año en las zonas rurales. Cada familia criaba su propio cerdo, y de él se aprovechaba absolutamente todo en un ejercicio de sostenibilidad admirable. El chorizo, la morcilla y el tocino que se añadían al cocido eran elaboraciones caseras, curadas con el humo del hogar y el aire frío de la montaña. Estos embutidos tenían un sabor profundo y complejo, resultado de una alimentación natural del animal y de recetas transmitidas de generación en generación, muy alejado de la estandarización industrial.

La gran diferencia residía en la calidad y la proporción. El chorizo se elaboraba con las mejores carnes del cerdo, con un adobo equilibrado donde el pimentón no buscaba avasallar, sino complementar. La morcilla, a menudo de año, aportaba un punto de especias y untuosidad, mientras que una buena panceta o tocino entreverado liberaba su grasa lentamente, enriqueciendo el caldo sin enturbiarlo. Este compango no era un añadido masivo, sino un tesoro que se dosificaba, una joya gastronómica que aportaba un toque festivo y de abundancia al plato en días señalados, convirtiendo el cocido en una celebración del trabajo bien hecho y de la generosidad del animal.

DEL RITUAL AL SUPERMERCADO: LA TRANSFORMACIÓN DEL COCIDO MONTAÑÉS

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La popularización del cocido montañés más allá de las fronteras de Cantabria y la mejora general del nivel de vida trajeron consigo una profunda transformación de la receta. La disponibilidad constante de carne y embutidos industriales en los supermercados cambió las reglas del juego. El compango, antes un bien preciado y estacional, se convirtió en un ingrediente omnipresente y a menudo de calidad mediocre. La sutileza del guiso original dio paso a una versión más basta y potente, donde el sabor agresivo del pimentón y las grasas saturadas de los chorizos industriales a menudo ocultan la delicadeza de la alubia y la berza, desvirtuando el equilibrio que lo hizo grande.

Esta evolución ha convertido el plato en un icono turístico, pero a costa de perder parte de su alma. Hoy, disfrutar de un cocido montañés que respete la cocción lenta, la calidad de la legumbre y la verdura, y que utilice un compango artesanal de un buen cerdo, es casi un acto de arqueología gastronómica. Afortunadamente, algunos restaurantes y familias todavía custodian la receta ancestral, manteniendo viva la llama de una cocina honesta que nos recuerda que no siempre más es mejor, y que los verdaderos cimientos de este plato legendario se encuentran en la humildad de la tierra y no en la opulencia de la industria cárnica moderna.

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