Especial 20 Aniversario

San Alejandro, santoral del 17 de julio de 2025

En el vasto calendario de la cristiandad, existen figuras cuyo testimonio, aunque lejano en el tiempo, resuena con una fuerza perenne, desafiando la conciencia del creyente contemporáneo como por ejemplo San Alejandro. La conmemoración de los santos mártires, como los que la Iglesia recuerda en la jornada del 17 de julio, no es un mero ejercicio de memoria histórica, sino una invitación a contemplar el valor supremo de la fe vivida hasta sus últimas consecuencias. Estos testigos, a menudo personas sencillas y anónimas arrancadas de su cotidianidad, representan la victoria de la conciencia sobre la imposición, la fidelidad a una verdad trascendente frente al poder temporal. Su sacrificio se convierte en un arquetipo de la coherencia cristiana, demostrando que la pertenencia a Cristo no es un adorno cultural, sino un compromiso existencial que moldea cada decisión y, si es necesario, define el instante final de la vida terrenal.

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La relevancia de su legado en el siglo XXI se manifiesta en la perenne pregunta sobre el sentido de la vida y el valor de las propias convicciones en una sociedad que a menudo promueve el relativismo y la comodidad. El ejemplo de los mártires, incluido el grupo recordado en esta fecha, nos interpela directamente sobre la solidez de nuestra propia fe y nuestra disposición a defenderla no necesariamente con la vida, sino en las pequeñas o grandes decisiones diarias que exigen integridad y valentía. Ellos nos enseñan que la verdadera libertad no reside en la ausencia de límites, sino en la adhesión voluntaria a un bien mayor, un amor que justifica el sacrificio y confiere un significado eterno a la existencia humana. Este fenómeno de testimonio radical ha sido objeto de estudio teológico y sociológico, concluyéndose que su memoria actúa como un catalizador espiritual que fortalece la identidad de la comunidad creyente a lo largo de la historia.

EL CONTEXTO ROMANO: UN IMPERIO Y UNA FE EN COLISIÓN

San Alejandro, Santoral Del 17 De Julio De 2025
Fuente Propia

A finales del siglo II, el Imperio Romano, bajo el gobierno del emperador Septimio Severo, vivía una época de aparente estabilidad, pero bajo la superficie bullían tensiones religiosas y culturales de gran calado. La política imperial, si bien a menudo tolerante con los cultos locales a través del sincretismo, exigía una adhesión innegociable al culto del emperador como manifestación de lealtad cívica y política, un punto que generaba un conflicto insalvable con el monoteísmo estricto de los cristianos. En la próspera provincia del África Proconsular, con su capital en Cartago, el cristianismo había echado raíces profundas, creando comunidades vibrantes que vivían su fe con una intensidad que las hacía visibles y, por ende, vulnerables. Fue en este escenario de lealtades divididas donde se gestó uno de los episodios martiriales más antiguos y mejor documentados de la historia de la Iglesia.

El 17 de julio del año 180, un grupo de doce cristianos, siete hombres y cinco mujeres, fueron llevados a juicio ante el procónsul Publio Vigelio Saturnino en la pequeña localidad de Scillium, hoy desaparecida pero que se estima estaba cerca de la actual Kasserine, en Túnez. Este grupo no representaba una amenaza política ni buscaba la confrontación; eran ciudadanos comunes cuya única ofensa era su negativa a participar en los ritos paganos del Estado y a jurar por el «genius» o espíritu tutelar del emperador. Las actas de su juicio, conocidas como las Acta Martyrum Scillitanorum, constituyen uno de los documentos latinos cristianos más antiguos que se conservan y ofrecen un testimonio directo y sin adornos de la serenidad y firmeza de estos primeros testigos de la fe en el norte de África.

«HONOR AL CÉSAR COMO CÉSAR, PERO TEMOR SOLO A DIOS»

El interrogatorio, según se desprende de las actas, fue conducido por el procónsul Saturnino con una notable moderación, intentando en repetidas ocasiones persuadir a los acusados para que abjuraran y salvaran así sus vidas, ofreciéndoles incluso un aplazamiento de treinta días para que reconsideraran su postura. Sin embargo, se encontró con una resistencia pacífica pero inquebrantable, articulada principalmente por el portavoz del grupo, un hombre llamado Esperato. Su respuesta, que ha pasado a la historia de la martirología, resume la esencia del dilema cristiano frente al poder romano: «Damos al César el honor que se debe al César, pero nuestro temor lo reservamos únicamente a Dios«. Esta declaración no era un acto de sedición, sino una cuidadosa distinción entre las esferas de lo temporal y lo eterno.

Ante la insistencia del procónsul para que juraran por el genio del emperador y ofrecieran el sacrificio prescrito, la negativa de todo el grupo fue unánime y serena, afirmando su identidad con una simplicidad conmovedora: «Soy cristiano». No presentaron complejos argumentos teológicos ni desafiaron abiertamente la autoridad del magistrado, sino que se mantuvieron firmes en su conciencia, declarando que honraban al emperador como gobernante, pero que su adoración pertenecía en exclusiva al «Rey de reyes y Señor de todos los pueblos». Este testimonio colectivo, especialmente el de las mujeres como Donata, que afirmó «Honor al César, pero temor a Dios», selló su destino y demostró una unidad de fe que impresionó a las autoridades y fortaleció a su comunidad.

LA IDENTIDAD DE LOS MÁRTIRES DE SCILIUM Y LA FIGURA DE SAN ALEJANDRO

Iglesia Católica Santoral
Fuente Propia

Los nombres de estos doce valientes testigos han sido preservados por la historia gracias a la precisión de las actas de su proceso, permitiendo que la Iglesia los venere no como una masa anónima, sino como individuos con una identidad propia que ofrecieron su vida por Cristo. El grupo estaba compuesto por Esperato, Nartzalo, Cittino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Januaria, Generosa, Vestia, Donata y Secunda, una comunidad que reflejaba la diversidad de la Iglesia primitiva, con hombres y mujeres compartiendo el mismo destino con idéntica fortaleza. Se estima que su testimonio conjunto tuvo un impacto extraordinario, demostrando que la fe cristiana no era una cuestión de género o estatus social, sino de una convicción personal profunda y compartida. La lectura de la sentencia fue clara y concisa: por su obstinada negativa a volver a las costumbres romanas, fueron condenados a ser decapitados.

Dentro de la compleja evolución del santoral a lo largo de los siglos, es frecuente encontrar variaciones regionales o la asociación de diferentes nombres a una misma fecha conmemorativa, lo que podría explicar la mención de San Alejandro en este día en algunos calendarios específicos. Si bien las fuentes históricas primarias se centran inequívocamente en los doce mártires de Scillium, no es descartable que la tradición posterior haya vinculado la memoria de algún otro mártir llamado Alejandro a este mismo grupo, o que su nombre se haya incorporado en alguna rama de la tradición hagiográfica. No obstante, el núcleo histórico y litúrgico del 17 de julio está firmemente anclado en el sacrificio colectivo de estos cristianos norteafricanos, cuyo testimonio es el fundamento de la celebración.

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LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES, SEMILLA DE NUEVOS CRISTIANOS

Cura Iglesia Católica

La ejecución de los mártires de Scillium, llevada a cabo inmediatamente después de la sentencia, no fue el final de su historia, sino el comienzo de su influencia perdurable en la vida de la Iglesia. Su firmeza y paz ante la muerte se convirtieron en una poderosa catequesis para la comunidad cristiana de Cartago y de todo el Imperio, inspirando a incontables fieles a permanecer leales a su fe en tiempos de persecución. Este fenómeno confirma la célebre afirmación de Tertuliano, contemporáneo de estos mártires y también oriundo de Cartago, quien escribió que «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». Las actas de su martirio fueron copiadas y difundidas ampliamente, convirtiéndose en un manual de resistencia espiritual y en un recordatorio de la promesa de la vida eterna.

Su legado trasciende el mero acto heroico para convertirse en un recordatorio perpetuo del núcleo del mensaje evangélico: la primacía del amor a Dios sobre cualquier otro amor o temor terrenal. La memoria de Esperato y sus compañeros sigue siendo hoy un faro de integridad para los cristianos de todas las épocas, desafiándolos a examinar la autenticidad de su propio testimonio en el mundo. Ellos demostraron que la fe no es una teoría abstracta, sino una relación personal con Cristo que transforma la vida y otorga el valor para afrontar cualquier adversidad, incluida la propia muerte. La Iglesia, al celebrar su fiesta, no solo honra su memoria, sino que también se renueva en la vocación de ser, en cada generación, un testigo fiel y valiente del Reino de Dios.

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