En las estanterías de cualquier supermercado, el pan sigue teniendo un lugar privilegiado. Es un alimento básico, familiar, casi inevitable. Sin embargo, lo que muchos desconocen es que buena parte de ese alimento, tan crujiente por fuera y blando por dentro, podría estar muy lejos de lo que se considera natural.
En los últimos años, se ha intensificado el debate sobre el pan ultraprocesado, aquel que, a pesar de su apariencia inofensiva, contiene aditivos, emulsionantes y sustancias que ni siquiera reconoceríamos si las viéramos por separado. ¿Qué tanto sabemos del producto que llevamos a casa? ¿Y cómo distinguir una opción saludable de otra que no lo es?
1El pan moderno: rápido de hacer, difícil de digerir

Aunque en muchas casas el pan ha sido siempre sinónimo de tradición, lo cierto es que el que encontramos hoy en los supermercados poco tiene que ver con el que preparaban nuestras abuelas. El método más habitual en la actualidad es el conocido como Chorleywood Bread Process, un sistema industrial nacido en Reino Unido durante la década de 1960 y que permite producir grandes cantidades de pan en un tiempo récord.
Este método revolucionó la panadería moderna gracias a su eficiencia. Pero, como todo avance acelerado, también tuvo sus consecuencias. Para compensar la falta de reposo en la fermentación natural y acelerar la producción, se comenzaron a usar aditivos, mejoradores de masa, azúcares añadidos y grasas de origen industrial. Así, lo que debería ser solo harina, agua, sal y levadura, se convirtió en una lista de más de diez ingredientes. Según diversos estudios, si tiene cinco o más componentes que no utilizarías en tu cocina habitual, hay muchas probabilidades de que sea ultraprocesado.
Esto no solo afecta el sabor o la textura, también tiene un impacto en nuestra salud. En el Reino Unido, por ejemplo, se estima que el 54% de las calorías que consume la población provienen de productos ultraprocesados, siendo una parte central de esa estadística. En Estados Unidos, los datos son similares. Este patrón alimentario ha sido vinculado con un mayor riesgo de enfermedades como obesidad, diabetes tipo 2 y trastornos cardiovasculares.