La última ola de calor que ha golpeado a España no solo ha traído temperaturas extremas, sino también un saldo humano que, como tantas otras veces, permanece prácticamente invisible. La mayoría de las muertes que deja el calor no aparecen en los titulares, ni se perciben con la urgencia que merecen. Y, sin embargo, en Madrid y Barcelona, las dos grandes ciudades del país, ya se han contabilizado cientos de fallecimientos vinculados directamente a las altas temperaturas que se han prolongado durante días sin tregua.
Lo más preocupante es que el calor mata, y lo hace en silencio. Ese es quizás el aspecto más inquietante de toda esta crisis: no somos del todo conscientes del riesgo real que supone vivir en una ciudad sin protección frente a este tipo de fenómenos. Las autoridades sanitarias ya han confirmado un exceso de mortalidad muy por encima de la media para esta época del año, pero a nivel social, esa realidad apenas se percibe. Nos estamos acostumbrando al calor, a los récords, pero no a sus consecuencias más trágicas.
Tras esas cifras frías se esconde una amenaza urbana que golpea con más fuerza a quienes menos tienen. Personas mayores, enfermos crónicos o familias con ingresos bajos, que no pueden permitirse un sistema de refrigeración adecuado o que habitan en viviendas mal aisladas. El problema se multiplica en barrios densamente urbanizados, donde el asfalto, la falta de árboles y un urbanismo ciego ante la emergencia climática convierten el entorno en una trampa térmica. No es casualidad que sea precisamente en Madrid y Barcelona donde las cifras de mortalidad por calor hayan ido creciendo año tras año.
Y mientras tanto, se sigue creyendo erróneamente que el foco del debate sigue puesto en el largo plazo, en reformas estructurales o soluciones energéticas que, aunque necesarias, llegan tarde para quienes ya están en riesgo, porque se cree que es un problema que veremos más adelante y no terminamos de entender que ese mañana ya está aquí.
La emergencia climática no es una amenaza lejana señores, está aquí, y se manifiesta cada verano cada vez con más fuerza y se cobra vidas en el corazón de nuestras ciudades, vidas inocentes. La pregunta que queda en el aire es por qué seguimos sin actuar con la urgencia que exige esta crisis.
El calor extremo dispara la mortalidad en ciudades como Madrid y Barcelona, sin una respuesta pública clara

Las últimas olas de calor han provocado un aumento alarmante en los índices de mortalidad en Madrid y Barcelona, pero estas muertes ocurren especialmente durante los episodios de temperaturas extremas registrados en los meses de junio y julio. Según los datos del último informe elaborado por el Instituto de Salud Carlos III, solo en la primera quincena de julio se contabilizaron más de 600 muertes atribuibles al exceso de calor.
Sin embargo, pese a la gravedad de los datos, las administraciones locales y autonómicas no han articulado una respuesta coordinada ni han activado planes específicos para mitigar los efectos de este fenómeno creciente. Lo que tiene bastante lógica vamos, que se trata de un fenómeno climático que afecta al planeta entero, por lo que las soluciones deben ser globales.
La ausencia de una estrategia pública clara por parte de las autoridades para hacer frente al calor extremo pone de manifiesto una preocupante desatención institucional ante un problema que ya no es excepcional, sino estructural e incluso, estamos ante la presencia de un problema de carácter global.
Lo curioso es que mientras los científicos advierten que las olas de calor serán cada vez más frecuentes e intensas debido al cambio climático, los sistemas de alerta temprana, las campañas de concienciación y los protocolos de atención a los colectivos vulnerables siguen siendo insuficientes y en el peor de los casos, “inexistentes”. Las cifras hablan por sí solas, pero la política aún no responde con la urgencia que exige esta amenaza silenciosa.
Los barrios más vulnerables de Madrid y Barcelona sufren con mayor intensidad el impacto del cambio climático

El calor no golpea a todos por igual. En barrios donde la renta per cápita es baja y escasean las zonas verdes, las temperaturas se disparan mucho más que en otras partes de la ciudad mejor planificadas. En sectores por ejemplo, como Puente de Vallecas, en Madrid, o Nou Barris, en Barcelona, la falta de sombra, el deterioro del parque de viviendas y la ausencia de aislamiento térmico convierten cada ola de calor en una amenaza directa para la salud de sus vecinos. Es otro de los datos curiosos que no tomamos en cuenta, actualmente mientras áreas verdes posea el proyecto urbanístico mejor y esto las clases pudientes lo saben.
No se trata solo de pasar calor, allí, morir por una subida extrema de temperatura es una posibilidad real, diaria, y profundamente injusta. Lo más duro es que estas desigualdades llevan tiempo ahí, vienen ocurriendo cada vez con más frecuencia, pero ahora el cambio climático las está haciendo mucho más visibles. Vivir en un barrio u otro ya no solo marca diferencias económicas o sociales, también determina el riesgo de enfermar o morir durante el verano.
Muchos de los residentes en estas zonas son personas mayores, con enfermedades crónicas y sin medios para costear un sistema de refrigeración adecuado. Y es justamente el sector más afectado, para ellos, el calor no es solo una incomodidad pasajera, es una amenaza invisible que avanza sin hacer ruido, sin portadas ni planes concretos que los protejan. Y eso, en pleno siglo XXI, debería ser motivo de alarma colectiva y no lo es.
Expertos advierten que el urbanismo actual agrava los efectos de las olas de calor

Lejos de ofrecer refugio, nuestras ciudades están amplificando los efectos del calor, mientras mayor sea la densidad demográfica, mayor será el riesgo al que nos exponemos. El modelo urbanístico que predomina en muchas capitales españolas (calles interminables de asfalto, escasa vegetación y un uso intensivo del suelo) no solo resulta ineficiente, sino que está contribuyendo activamente a crear microclimas urbanos donde el calor se acumula de forma asfixiante durante el día y apenas se disipa por la noche.
Lo que debería ser un espacio habitable, se convierte cada verano en un entorno hostil, especialmente para quienes no tienen otra opción que vivirlo a pie de calle o en viviendas mal adaptadas.
Los expertos lo advierten con claridad, el diseño de las ciudades se ha transformado en un nuevo factor de riesgo frente al cambio climático. La falta de parques, zonas verdes, techos vegetales o corredores de sombra no es una mera cuestión estética, es una barrera real para la adaptación.
Aunque empiezan a surgir iniciativas que hablan de “renaturalización” o “ciudades más verdes”, lo cierto es que muchas siguen siendo acciones simbólicas, muy lejos de la escala que exige el problema. Si no repensamos a fondo cómo vivimos y construimos nuestras ciudades, estas seguirán siendo vulnerables al calor extremo… y con ello, peligrosas para quienes menos pueden defenderse.