Especial 20 Aniversario

San Juan Bautista, santoral del 24 de junio

En el corazón de la historia de la salvación, emergen figuras cuya misión trasciende su propia existencia, convirtiéndose en goznes que articulan las promesas divinas con su cumplimiento en el tiempo. Estos heraldos de Dios, investidos de una gracia particular, preparan los caminos del Señor y anuncian la aurora de una nueva era, guiando al pueblo elegido hacia la luz de la verdad revelada. Su importancia para la Iglesia Católica y para la vida de fe de cada creyente radica en su testimonio profético, en su capacidad para señalar a Aquel que es el único Salvador y en su ejemplo de entrega absoluta a la voluntad divina, incluso hasta el extremo del martirio.

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Al celebrar cada 24 de junio la solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista, nos encontramos ante una personalidad única y fundamental en la economía de la salvación, el Precursor del Mesías, la voz que clamó en el desierto para preparar los senderos del Cordero de Dios. San Juan no es solo el último de los profetas del Antiguo Testamento, sino también el primero de los testigos del Nuevo, el puente entre la antigua y la nueva alianza, cuya vida y ministerio están intrínsecamente ligados al misterio de Cristo. Su figura austera y su mensaje incisivo, siguen resonando con fuerza en la conciencia de la Iglesia, invitándonos a una conversión constante, a una vida de humildad y a un reconocimiento gozoso de que «es preciso que Él crezca y que yo disminuya», mostrándonos el camino hacia una auténtica renovación espiritual.

LA VOZ DEL DESIERTO: NACIMIENTO Y MISIÓN PROFÉTICA

San Juan Bautista, Santoral Del 24 De Junio

El nacimiento de San Juan Bautista, que la Iglesia celebra con singular solemnidad, estuvo envuelto desde el principio en un halo de misterio y promesa divina, anunciado de manera extraordinaria por el arcángel Gabriel a su anciano padre, el sacerdote Zacarías, mientras este ofrecía incienso en el Templo de Jerusalén. La incredulidad inicial de Zacarías ante la noticia de que su esposa Isabel, también de edad avanzada y considerada estéril, concebiría un hijo, le acarreó la mudez hasta el día de la circuncisión del niño. Este signo prodigioso subrayó desde el inicio la intervención directa de Dios en la venida de Juan, destinado a ser «grande delante del Señor» y a «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto», según las palabras del ángel. Se estima que estos acontecimientos, narrados con detalle en el Evangelio de Lucas, resaltan la singularidad de la misión que le esperaba.

La infancia y juventud de Juan transcurrieron en la región montañosa de Judea, y el evangelista Lucas nos dice escuetamente que «el niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel». Este período de retiro en el desierto, un lugar cargado de simbolismo bíblico como espacio de prueba, purificación y encuentro con Dios, fue fundamental para forjar su carácter austero y su espíritu profético. Allí, en la soledad y la penitencia, alimentándose de langostas y miel silvestre y vistiendo una piel de camello, Juan se preparó para la ardua tarea de ser la voz que anunciaría la inminente llegada del Mesías. Este fenómeno de preparación ascética en el desierto es recurrente en la historia de los grandes profetas bíblicos.

Cuando llegó el momento señalado por Dios, San Juan Bautista comenzó su predicación en las riberas del río Jordán, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados y exhortando a la gente a un cambio radical de vida como preparación para recibir al que había de venir. Su mensaje era directo, vehemente e interpelante, sin hacer acepción de personas, denunciando el pecado y la hipocresía tanto en el pueblo llano como en las autoridades religiosas y civiles. Según los evangelistas, multitudes de toda Judea y Jerusalén acudían a escucharle y a recibir su bautismo, reconociendo en él a un verdadero enviado de Dios. Su predicación encendió una esperanza renovada en el pueblo de Israel, que esperaba ansiosamente la manifestación del Mesías prometido.

EL PRECURSOR DEL MESÍAS: SAN JUAN BAUTISTA Y EL ANUNCIO DE LA SALVACIÓN

La misión central de San Juan Bautista fue la de ser el Precursor, aquel enviado por Dios para preparar inmediatamente el camino del Señor Jesús, identificándolo ante el pueblo de Israel como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esta función única lo sitúa en una posición privilegiada en la historia de la salvación, siendo el último y más grande de los profetas del Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, el primer testigo de Cristo en el Nuevo. Su humildad profunda se manifestó cuando, ante la pregunta de si él era el Mesías, respondió con claridad: «Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia».

El encuentro entre Jesús y Juan en el río Jordán, donde el Bautista reconoció públicamente a Jesús como el Enviado de Dios y, a pesar de su resistencia inicial, lo bautizó, constituye uno de los momentos culminantes del ministerio del Precursor y el inicio de la vida pública de Jesús. En ese instante, según el testimonio evangélico, se abrieron los cielos, descendió el Espíritu Santo en forma de paloma sobre Jesús y se oyó la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». San Juan Bautista cumplió así su misión de señalar al Mesías, presentando a sus propios discípulos al «Cordero de Dios» y animándolos a seguirle. Según teólogos, este acto de humildad y obediencia de Jesús al someterse al bautismo de Juan es profundamente significativo.

La grandeza de San Juan no reside en sí mismo, sino en su relación con Cristo, a quien siempre antepuso, manifestando una alegría desbordante al ver cómo la figura del Mesías crecía mientras la suya propia disminuía, como el amigo del esposo que se alegra con la voz del esposo. Esta actitud de desprendimiento y de gozosa supeditación a la misión de Jesús es uno de los rasgos más admirables de su personalidad y un modelo para todos los cristianos. Se estima que su testimonio fue crucial para que los primeros discípulos de Jesús, como Andrés y Juan el Evangelista, provenientes del círculo del Bautista, reconocieran en el Nazareno al esperado Salvador. Su vida entera fue un «señalar a Otro».

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TESTIGO DE LA VERDAD HASTA EL MARTIRIO

Iglesia Católica Santoral

La predicación valiente e intransigente de San Juan Bautista, que no temía denunciar el pecado incluso en las altas esferas del poder, le acarreó finalmente la enemistad del tetrarca Herodes Antipas, a quien reprochaba públicamente su unión ilegítima con Herodías, la mujer de su hermano Filipo. Esta denuncia, que tocaba directamente la vida licenciosa del gobernante, fue la causa de su encarcelamiento en la fortaleza de Maqueronte. A pesar de la prisión, la influencia de Juan seguía siendo considerable, y Herodes, aunque temía al pueblo que consideraba a Juan como un profeta, se vio envuelto en una trama urdida por la rencorosa Herodías.

El martirio de San Juan Bautista, narrado con dramatismo por los evangelistas Marcos y Mateo, se consumó durante un banquete ofrecido por Herodes, cuando la hija de Herodías, Salomé, danzó para el tetrarca y este, complacido, le prometió bajo juramento concederle lo que pidiera. Instigada por su madre, la joven pidió la cabeza de Juan Bautista en una bandeja. A pesar de su pesar, pues en el fondo respetaba a Juan, Herodes, atado por su juramento y por el temor a quedar en ridículo ante sus convidados, ordenó la decapitación del Precursor. Este trágico desenlace selló con sangre el testimonio profético de Juan, que prefirió la muerte antes que callar la verdad o traicionar su conciencia.

La muerte de San Juan Bautista, lejos de ser el fin de su influencia, se convirtió en el culmen de su misión, uniéndolo de manera especial al misterio pascual de Cristo, a quien había anunciado y precedido no solo en el nacimiento y la predicación, sino también en el sacrificio de su vida. Jesús mismo dio testimonio de la grandeza de Juan, afirmando que «entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautista». La Iglesia venera a San Juan como mártir de la verdad y de la justicia, y su ejemplo de fortaleza y fidelidad hasta el final sigue siendo una fuente de inspiración para todos los cristianos llamados a ser testigos de Cristo en un mundo que a menudo se opone a los valores del Evangelio.

LA LUZ QUE ANUNCIA AL SOL: PERENNIDAD DEL MENSAJE BAUTISTA

La figura de San Juan Bautista trasciende su contexto histórico, y su mensaje de conversión, penitencia y preparación para el encuentro con el Señor conserva una perenne actualidad para la Iglesia y para cada creyente. Su llamada a «enderezar los senderos» y «allanar los caminos» es una invitación constante a examinar nuestra vida, a despojarnos de todo aquello que nos aparta de Dios y a abrirnos a la gracia transformadora de Cristo. La austeridad de su vida en el desierto nos interpela sobre nuestro apego a las comodidades y a los bienes materiales, recordándonos la importancia del desprendimiento y de la búsqueda de los bienes eternos.

La Iglesia celebra dos festividades en honor a San Juan Bautista: su Nacimiento el 24 de junio y su Martirio el 29 de agosto, lo cual subraya la singular importancia de este santo, el único, además de la Virgen María, cuyo nacimiento terrenal se conmemora litúrgicamente, además del día de su nacimiento para el cielo (su martirio). Esta particularidad resalta su papel único como Precursor, aquel que fue santificado desde el vientre de su madre y cuya venida fue anunciada y celebrada. Se estima que la devoción a San Juan Bautista ha estado presente en la Iglesia desde sus mismos orígenes, reconociendo en él un modelo de santidad y un poderoso intercesor.

El legado de San Juan Bautista es una invitación a la humildad radical, a reconocer que nuestra misión como cristianos es siempre la de señalar a Cristo, la de menguar para que Él crezca en nosotros y a través de nosotros en el mundo. Su ejemplo nos enseña que la verdadera grandeza no consiste en buscar el propio protagonismo, sino en servir con fidelidad a la misión que Dios nos ha encomendado, preparando los corazones para acoger la luz del Evangelio. Al recordar su vida y su testimonio, la Iglesia se siente impulsada a renovar su propio ardor misionero, a ser esa «voz que clama en el desierto» de nuestro tiempo, anunciando con valentía y alegría la llegada del Reino de Dios.

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