Especial 20 Aniversario

Si tus hijos no comen verdura, es por no conocer esta crema de calabacín con un ingrediente secreto

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Lograr que los niños coman verdura a menudo se siente como una de esas batallas perdidas antes de empezar, un desafío culinario que desespera a padres y abuelos por igual ante la resistencia frontal a cualquier cosa que no sea pasta, arroz o, si hay suerte, alguna patata frita camuflada. Esta reticencia infantil no es capricho, sino que responde a factores que van desde la neofobia alimentaria propia de la infancia hasta una mayor sensibilidad a los sabores amargos presentes en muchas hortalizas, haciendo que el simple acto de ofrecer un plato lleno de color verde se convierta en una negociación agotadora con pocas probabilidades de éxito para el lado adulto de la mesa.

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A pesar de esta resistencia casi universal, la necesidad de incluir la verdura en la dieta infantil es innegable para garantizar un crecimiento sano y el aporte de vitaminas y minerales esenciales para su desarrollo, lo que nos obliga a buscar estrategias más allá del «cómetelo porque es bueno». La frustración surge al ver cómo se rechazan esfuerzos y creatividad en la cocina, donde muchos hemos intentado camuflar brócoli o espinacas con resultados más bien pobres, o directamente contraproducentes, porque los pequeños detectan el engaño a la primera cucharada, cerrándose aún más a futuras incursiones vegetales en su plato.

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EL DESAFÍO DE QUE COMAN VERDURA

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La aversión infantil a la verdura es un fenómeno tan extendido como documentado, un quebradero de cabeza constante en los hogares donde una alimentación equilibrada es prioridad, pero la realidad choca con la negativa rotunda ante cualquier intento de incorporar ingredientes que se salgan de su zona de confort gastronómica habitual. Los padres se enfrentan a rabietas, platos sin tocar y la constante preocupación por si sus hijos están recibiendo los nutrientes necesarios, una batalla diaria que mina la paciencia y a menudo lleva a ceder ante opciones menos saludables pero que garantizan que el niño al menos coma algo, perpetuando así el ciclo del rechazo a los alimentos vegetales.

Este comportamiento no es puramente terquedad; existe una base evolutiva en la neofobia, la resistencia a probar alimentos nuevos, que en tiempos prehistóricos protegía a los niños de ingerir algo potencialmente tóxico, un mecanismo de supervivencia que hoy, en el contexto de una dieta variada, se vuelve un obstáculo. A esto se suma que las papilas gustativas de los niños son más sensibles a ciertos sabores, especialmente los amargos, lo que hace que la verdura les resulte intrínsecamente menos apetecible que los sabores dulces o salados a los que están más acostumbrados y que suelen ser predominantes en muchos de los alimentos que prefieren sin dudarlo.

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