La historia de San José de Cupertino, cuya festividad celebramos cada 18 de septiembre, es una de las más desconcertantes y fascinantes del santoral católico. No hablamos de un teólogo brillante ni de un estratega eclesiástico, sino de un hombre tan sencillo y, según sus contemporáneos, tan torpe, que su vida parecía destinada al fracaso absoluto. Sin embargo, su figura nos recuerda que la fe opera en dimensiones que escapan a la lógica humana, transformando lo que el mundo desprecia en un canal directo hacia lo divino.
Su vida es un faro de esperanza para todos aquellos que se han sentido alguna vez insuficientes o superados por las circunstancias. Este hombre, que a duras penas aprendió a leer, se convirtió en un imán de multitudes y en consejero de nobles y papas, demostrando que la verdadera sabiduría no reside en el intelecto, sino en la pureza del corazón. La historia de este peculiar San José es una invitación a mirar más allá de nuestras limitaciones y a confiar en que existe una fuerza mucho mayor que nuestras propias capacidades.
¿UN SANTO QUE NO PODÍA NI APROBAR UN EXAMEN?

Pocos inicios fueron tan poco prometedores como los de Giuseppe Desa, nacido en 1603 en el pequeño pueblo de Cupertino, en Italia. Su infancia estuvo marcada por la pobreza extrema y una notable dificultad para el aprendizaje. Era conocido en su aldea por su carácter distraído y su boca permanentemente abierta, lo que le valió el apodo de «bocabierta». Esta condición hacía que su propia familia lo viera como una carga inútil y sin futuro alguno, incapaz de desempeñar cualquier oficio con una mínima destreza.
A pesar de ser rechazado en varios conventos por su aparente ineptitud, su inquebrantable deseo de servir a Dios lo llevó a ser admitido finalmente por los franciscanos, aunque fuera para realizar las tareas más humildes en la cocina y el establo. Fue en ese entorno donde el fraile de Cupertino comenzó a mostrar una piedad extraordinaria, con episodios de éxtasis místico que dejaban perplejos a sus hermanos, pues su camino hacia la ordenación sacerdotal fue un auténtico milagro de la providencia divina, superando exámenes de forma inexplicable para alguien con sus evidentes limitaciones.
EL HOMBRE QUE APRENDIÓ A VOLAR POR AMOR A DIOS
Lo que realmente catapultó la fama de este humilde fraile fue un fenómeno que desafía toda explicación racional: la levitación. Los testigos de la época relataron cómo, durante la oración o al contemplar una imagen sagrada, el cuerpo de San José se elevaba por los aires, a veces recorriendo distancias considerables dentro de la iglesia. Estos raptos místicos no eran controlados por él; de hecho, a menudo le causaban una profunda vergüenza, y los gritos que emitía durante el éxtasis a menudo asustaban a los presentes, que no sabían cómo reaccionar ante tal prodigio.
Estos episodios se repitieron cientos de veces a lo largo de su vida, convirtiéndose en un espectáculo que atraía a peregrinos de toda Europa. La crónica más famosa cuenta que incluso levitó ante el papa Urbano VIII, quien quedó absolutamente maravillado por el suceso. Para el santo volador, sin embargo, estos dones no eran motivo de orgullo, sino una manifestación abrumadora del amor de Dios que lo arrancaba literalmente del suelo. La vida de San José demostró que la conexión espiritual podía anular las propias leyes de la física, un misterio que todavía hoy sigue generando asombro.
MÁS ALLÁ DE LA LEVITACIÓN: LOS OTROS MILAGROS OLVIDADOS

Centrarse únicamente en sus vuelos sería simplificar la extraordinaria vida de San José de Cupertino. Su existencia estuvo plagada de otros dones sobrenaturales que a menudo quedan en un segundo plano. Tenía el don de la bilocación, siendo visto en dos lugares distintos al mismo tiempo, y una asombrosa capacidad para sanar a los enfermos con una simple bendición o el toque de sus manos. Además, como patrón de los estudiantes, poseía el don de la ciencia infusa para responder a la única pregunta que le hacían en sus exámenes, un hecho que cimentó su fama entre los jóvenes con dificultades.
Otro de los prodigios que lo acompañaba era el llamado «olor de santidad», una fragancia inexplicable que emanaba de su cuerpo y que impregnaba las estancias donde se encontraba, un fenómeno que persistió incluso después de su muerte. Este santo de los prodigios también era capaz de leer las almas, conociendo los pecados y las intenciones ocultas de quienes se le acercaban, lo que le permitía ofrecer el consejo preciso para su conversión. Así, su vida fue un testimonio constante de la intervención divina en lo cotidiano, más allá de los espectaculares éxtasis que le dieron fama.
LA INCOMPRENSIÓN: PERSEGUIDO POR LA PROPIA IGLESIA
Paradójicamente, los extraordinarios dones de San José no le trajeron una vida de paz, sino de sospecha y sufrimiento. La espectacularidad de sus levitaciones y milagros llamó la atención de la Santa Inquisición, que no podía comprender cómo un hombre sin formación teológica podía manifestar tales fenómenos. Fue acusado de exhibicionismo y de buscar la fama, e incluso se investigó la posibilidad de que sus poderes tuvieran un origen demoníaco. La incomprensión de sus superiores le causó un profundo dolor, ya que fue sometido a rigurosos interrogatorios y a un humillante escrutinio por parte de las autoridades eclesiásticas.
Para evitar el revuelo que su presencia causaba, sus superiores decidieron aislarlo del mundo. Pasó los últimos años de su vida recluido, siendo trasladado en secreto de un convento a otro para que las multitudes no pudieran encontrarlo. Esta soledad forzada fue su mayor cruz, un calvario silencioso que aceptó con la misma humildad con la que había aceptado los dones divinos. La vida de este San José nos enseña que el camino de la santidad a menudo implica ser profundamente malinterpretado incluso por los tuyos, una prueba de fe que soportó hasta el final.
¿POR QUÉ SEGUIMOS ACORDÁNDONOS DE ÉL CADA 18 DE SEPTIEMBRE?

La figura de San José de Cupertino sigue resonando con fuerza en nuestro tiempo, especialmente entre aquellos que se enfrentan a la presión académica y a la sensación de no estar a la altura. Se ha convertido en el refugio de miles de estudiantes que, ante un examen difícil, le piden esa ayuda celestial que él mismo recibió para superar sus pruebas. Su historia es un bálsamo para el alma competitiva de nuestra sociedad, un recordatorio de que el valor de una persona no se mide por sus títulos o su inteligencia, sino por su capacidad de amar y su entrega a un propósito mayor.
Al recordarlo cada 18 de septiembre, no solo celebramos al hombre que volaba, sino al santo de los pequeños, de los olvidados, de los que luchan en silencio contra sus propias limitaciones. La vida de este singular San José es una prueba viva de que la fe no necesita de grandes intelectos para manifestarse, sino de corazones abiertos dispuestos a dejarse sorprender. Su legado es un mensaje de esperanza radical: incluso cuando el mundo te considera un fracaso, a los ojos de Dios puedes ser capaz de tocar el cielo.