La guerra olvidada de los recreativos de barrio: la tarde que pasamos de las 25 pesetas del ‘Street Fighter’ a tener una PlayStation en casa

El ritual de las 25 pesetas que definió a una generación de jugadores en los años 90. Cómo la llegada de una consola gris a los salones lo cambió todo para siempre.

La sensación de meter 25 pesetas en una máquina de Street Fighter era un ritual sagrado que marcaba el inicio de la tarde. El sonido metálico de la moneda al caer, el eco del «Round 1, Fight!» y la multitud arremolinándose a tu espalda creaban una atmósfera irrepetible. En aquellos salones recreativos de barrio, llenos de humo y el zumbido de los tubos catódicos, aquella moneda de cinco duros era la llave a un universo de combates donde te jugabas el honor contra amigos y desconocidos.

Todo cambió la tarde que vimos una PlayStation funcionando por primera vez. De repente, la magia de los recreativos se tambaleó. Ya no hacía falta peregrinar a nuestro templo particular ni racionar las monedas como si fueran oro. Alguien había conseguido meter toda esa potencia en una caja gris que podías tener en tu propia casa. Y con ella, la promesa de tener en casa una versión perfecta del juego de lucha nos hizo pensar, por primera vez, que la guerra de los recreativos de barrio estaba a punto de empezar.

AQUEL RUIDO A MONEDAS Y HUMO: EL TEMPLO DE LOS RECREATIVOS

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Los salones recreativos eran mucho más que un lugar para jugar. Eran el centro social de la juventud de los noventa, un ecosistema con sus propias reglas y jerarquías. La partida de Street Fighter era el evento principal, el escenario donde se dirimían las disputas. Y en ese escenario, el rey del salón era aquel que dominaba los combos de Ken o Ryu, capaz de encadenar victorias con una sola moneda mientras los demás mirábamos con una mezcla de envidia y admiración. La máquina recreativa era su trono.

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El ambiente era una sinfonía caótica pero hipnótica. El estruendo de los disparos del Metal Slug se mezclaba con los gritos de victoria y los golpes secos a los botones. El olor a electricidad y a tabaco rancio era el perfume oficial de la victoria y la derrota. En ese caos organizado, los salones de juegos eran el punto de encuentro de toda una generación que buscaba un espacio propio, lejos de la mirada de los adultos, para socializar, competir y, en definitiva, sentirse parte de algo.

EL DÍA QUE VIMOS JUGAR A LA ‘PLAY’ POR PRIMERA VEZ

La llegada de las consolas de 32 bits fue una revelación que lo cambió todo. Aún recuerdo la escena: un grupo de chavales boquiabiertos frente a un televisor de tubo en el que corrían los primeros polígonos del Tekken. Aquello era brujería. El salto gráfico y la fluidez eran de otro planeta, una experiencia que superaba incluso a lo que veíamos en los arcades. De repente, aquellos gráficos en tres dimensiones dejaban en ridículo lo que conocíamos y plantaban una semilla de duda sobre el futuro de nuestros queridos salones.

El golpe de gracia no fue solo tecnológico, sino también económico. La idea de comprar un juego, uno solo, y poder jugar a una versión casi idéntica del Street Fighter Alpha en tu casa, sin límite de tiempo ni de monedas, era demoledora. Se acabaron las frustrantes pantallas de «Continue?» cuando te quedabas sin cambio. Para una generación acostumbrada a la tiranía de las 25 pesetas, la idea de partidas infinitas sin gastar una sola peseta más era revolucionaria y, sin saberlo, la sentencia de muerte para los recreativos.

LA LENTA AGONÍA DE UN IMPERIO DE ‘HADOKENS’

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El declive fue paulatino, casi imperceptible al principio. Las tardes en los recreativos empezaron a ser menos concurridas. Las colas para retar al campeón de Street Fighter se acortaron, y el sonido de las monedas cayendo en las ranuras se hizo menos frecuente. Los dueños de los locales, héroes anónimos de nuestra adolescencia, lo intentaban trayendo máquinas nuevas, pero la batalla estaba perdida. Sin darnos cuenta, los dueños de los recreativos vieron cómo su negocio se desvanecía lentamente mientras nuestras casas se convertían en los nuevos salones de juego.

Pronto, la PlayStation dejó de ser la única amenaza. La Sega Saturn se unió a la fiesta, ofreciendo conversiones arcade casi perfectas que hacían innecesario salir de casa. El argumento para ir al salón de al lado se desmoronaba. ¿Para qué gastar dinero en una partida de Street Fighter cuando podías organizar un torneo en el sofá con tus amigos? En pocos años, las consolas de 32 bits ofrecían una alternativa superior en casi todos los sentidos, transformando el rey de los salones de juego en una reliquia.

¿QUÉ PERDIMOS REALMENTE CUANDO DEJAMOS DE IR A LAS MÁQUINAS?

Mirando hacia atrás, es fácil pensar que el cambio fue a mejor. La comodidad, la calidad y el ahorro eran innegables. Sin embargo, con la desaparición de los recreativos se perdió algo intangible, algo que ninguna consola ha podido replicar jamás. Perdimos el factor humano en su máxima expresión. Jugar una partida de Street Fighter codo con codo con tu rival, escuchando su respiración y sintiendo su frustración, era una experiencia visceral. De hecho, la tensión de enfrentarte a un rival que tenías justo al lado era insustituible.

También se evaporó el componente de comunidad. En los recreativos aprendías mirando, estudiando los movimientos del que sabía más que tú, pidiendo consejo. Era una escuela no oficial de videojuegos. El juego online ha intentado imitarlo, pero no es lo mismo. Aquel ritual de poner tu moneda en la marquesina para reservar tu turno en el Street Fighter era un contrato social, una declaración de intenciones. Y es que el componente social y de aprendizaje colectivo se perdió con el juego en casa.

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EL ÚLTIMO ‘INSERT COIN’ DE UNA GENERACIÓN

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La transición fue un proceso natural, la crónica de una muerte anunciada. Los salones de barrio fueron cerrando uno a uno, convirtiéndose en bazares, locutorios o sucursales bancarias, borrando del mapa los escenarios de miles de batallas épicas. El último bastión de resistencia fue el Street Fighter, el juego que los vio nacer y también morir. Pero el legado de aquellas tardes de sudor y monedas perdura en nuestra memoria, porque aquellas tardes forjaron una forma de entender la competición y la amistad que nos ha acompañado siempre.

Hoy, cuando nuestros hijos juegan online con gente de todo el mundo, a veces intentamos explicarles lo que significaba todo aquello. Les hablamos de la magia de un joystick duro, de la pantalla reflejando nuestras caras de concentración y del honor que suponía ganar con una sola vida en el Street Fighter. Y aunque quizás no lo entiendan del todo, sabemos que algo de ese espíritu sobrevive, porque el eco de aquellos ‘hadokens’ todavía resuena en la memoria de muchos, como la banda sonora de una época que se fue para no volver.

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