El biscúter fue mucho más que un simple coche; fue el sonido metálico y humeante de un país que se ponía en marcha con más ingenio que recursos. Para una generación entera de españoles, su silueta inconfundible y el petardeo de su motor de dos tiempos eran la banda sonora del progreso, pues este modesto microcoche representó la primera oportunidad de viajar y sentir una libertad hasta entonces desconocida.
Imaginar hoy un vehículo sin marcha atrás y con una carrocería de aluminio casi desnuda parece una broma. Sin embargo, este pequeño automóvil fue el sueño inalcanzable para miles de familias durante casi una década, porque pocos saben que este icono de la autarquía española nació del tablero de un genio francés, llegando a nuestras calles casi por casualidad. La historia del biscúter es la crónica de una necesidad convertida en virtud.
UN INVENTO FRANCÉS CON CORAZÓN BARCELONÉS
El padre de la criatura no fue otro que Gabriel Voisin, un pionero de la aeronáutica que, tras dos guerras mundiales, cambió los aviones por los automóviles. Buscaba crear un vehículo mínimo para la Francia devastada, y su prototipo original fue concebido como una solución de movilidad esencial y económica, un cochecillo de aluminio sin pretensiones. Era un diseño tan simple que casi parecía un juguete.
El proyecto no cuajó en su país de origen, pero un grupo de empresarios catalanes vio su enorme potencial para una España con necesidades muy parecidas. Así fue como la firma Autonacional S.A. de Sant Adrià de Besòs (Barcelona), adquirió la licencia y comenzó a producir en serie el biscúter a partir de 1953, adaptándolo al gusto y las posibilidades del mercado español.
EL COCHE QUE NO PODÍA IR HACIA ATRÁS
Su diseño era la definición de la austeridad, donde cada pieza superflua había sido eliminada para abaratar costes. La carrocería del primer biscúter era de aluminio sin pintar, no tenía puertas, solo un hueco para entrar, y sus ventanas eran de lona, porque la característica más legendaria de este microcoche era la ausencia de marcha atrás. Para aparcar o cambiar de sentido, el conductor no tenía más remedio que bajarse y empujar sus apenas 240 kilos de peso.
El corazón de este pequeño utilitario era un motor Hispano-Villiers de 197 centímetros cúbicos y 9 caballos. No era un prodigio de la velocidad, apenas superaba los 70 kilómetros por hora, y su sonido era inconfundible, ya que el arranque se realizaba con un tirador, como en las motosierras, lo que aumentaba su fama de vehículo rudimentario. Pese a todo, este coche de posguerra era fiable, de bajísimo consumo y su mantenimiento era increíblemente sencillo.
EL RETRATO PERFECTO DE LA ESPAÑA DE LOS 50
En la España de la autarquía, tener coche era un lujo al alcance de una élite muy reducida. La llegada de este vehículo modesto lo cambió todo, pues el biscúter se convirtió en la primera motorización para la incipiente clase media española. Era el coche de las familias que querían ir a pasar el domingo a la playa, el del médico rural o el del viajante de comercio. Era, en definitiva, un pasaporte a la movilidad.
Su éxito fue inmediato y arrollador. Se veían por todas partes, especialmente en las grandes ciudades como Madrid o Barcelona, donde su agilidad para moverse entre el escaso tráfico era una gran ventaja, y su apodo popular, la ‘Zapatilla’, por su forma aplastada y simple, reflejaba el cariño con el que la gente lo adoptó. Ver un biscúter por la calle era ver el retrato de un país que avanzaba con esfuerzo.
LA LLEGADA DEL «COCHE DE VERDAD» QUE LO CAMBIÓ TODO
El reinado del biscúter fue intenso pero breve. A finales de la década de los 50, el horizonte económico de España empezó a cambiar, y con él, los sueños de los españoles, porque la llegada del SEAT 600 en 1957 fue el principio del fin para nuestro protagonista. Aunque más caro, el 600 era un «coche de verdad»: tenía cuatro plazas, puertas metálicas, ventanillas de cristal y, por supuesto, marcha atrás.
La comparación era inevitable y demoledora. El 600 representaba el desarrollismo, una nueva era de prosperidad y modernidad frente a la que el austero biscúter poco podía hacer, ya que las familias que antes aspiraban a una ‘Zapatilla’ ahora ahorraban para tener un 600. Las ventas del microcoche catalán cayeron en picado, y la producción cesó definitivamente a principios de los años 60, apenas una década después de haber nacido.
LA HUELLA IMBORRABLE DE LA ‘ZAPATILLA’
Hoy, ver un biscúter en funcionamiento es una rareza reservada a concentraciones de coches clásicos. Es un objeto de culto para coleccionistas que valoran su historia y su significado, pues este vehículo es un pedazo de la historia de nuestro país sobre ruedas. Representa el ingenio, la capacidad de adaptación y el espíritu de superación de una sociedad que tenía muy poco pero soñaba con mucho.
Puede que la tecnología y el progreso lo jubilaran prematuramente, pero su impacto fue inmenso. Abrió el camino, demostró que existía un mercado masivo para la automoción y puso a miles de familias en la carretera por primera vez, y el biscúter fue el modesto trampolín que permitió a España dar el gran salto hacia la motorización de masas. La ‘Zapatilla’ dejó una huella mucho más grande de lo que su pequeño tamaño podría hacer suponer.