El infierno de viajar 5 en un SEAT 131 sin cinturones atrás es una de esas memorias grabadas a fuego en la piel de toda una generación. Aquellos trayectos eternos hacia la playa, bajo un sol de justicia, eran una mezcla de aventura y tortura a partes iguales. Para nosotros, los niños de los setenta y ochenta, era la normalidad; hoy, en cambio, éramos tres niños apretados en el asiento trasero sin cinturón alguno, una estampa que pondría los pelos de punta a cualquier padre.
La ventanilla era nuestra única salvación del calor asfixiante dentro de aquel SEAT 131, con el brazo apoyado en la puerta y el viento revolviéndonos el pelo. Porque en aquella berlina de los 80, el aire acondicionado era una fantasía de las películas americanas que veíamos en la tele, no algo que se pudiera encontrar en el coche familiar. Por eso cada viaje era una prueba de resistencia que, sin saberlo, se convertiría en uno de nuestros recuerdos más queridos.
¿DE VERDAD CABÍAMOS CINCO AHÍ DENTRO?
Hoy nos preguntamos cómo era posible encajar a toda la familia en el SEAT 131 para irnos de vacaciones un mes entero. La respuesta era sencilla: a la fuerza. El maletero se llenaba hasta los topes en un Tetris imposible de maletas, sombrillas y bolsas, mientras que el habitáculo se convertía en una extensión del equipaje. Y en el centro de todo, el del medio viajaba con las rodillas clavadas en el túnel de la transmisión, el peor sitio con diferencia.
La guerra por el espacio en la banqueta trasera era constante y se libraba con codazos, pisotones y alguna que otra acusación al borde del chivatazo. Las discusiones eran el hilo musical que acompañaba el ronroneo del motor de nuestro viejo SEAT 131. Nuestros padres, convertidos en árbitros improvisados, zanjaban las disputas con una amenaza desde delante. Al fin y al cabo, una colleja paterna desde el asiento delantero era el sistema de control de crucero emocional de la época.
CINTURONES DE SEGURIDAD: ¿ESO QUÉ ES?
Mirar atrás es darse cuenta de que sobrevivimos de milagro a cada uno de aquellos desplazamientos veraniegos. La seguridad en el SEAT 131 y en la mayoría de coches de entonces era un concepto casi futurista. No había airbags, ni ABS, ni controles de estabilidad, pero lo más increíble es que la noción de seguridad vial era tan rudimentaria que los cinturones traseros ni existían ni se les esperaba. Íbamos completamente sueltos, a merced de cualquier frenazo imprevisto.
Cualquier objeto suelto dentro del coche era un peligro potencial del que no éramos conscientes. En cada curva cerrada, las toallas, los juguetes o la bolsa de la merienda volaban de un lado a otro del asiento trasero de aquel automóvil. Lo más temido era el frenazo brusco, porque la nevera azul de camping con los filetes empanados podía convertirse en un proyectil. Era un riesgo que asumíamos con la inocencia de quien no conoce otra cosa.
LA BANDA SONORA DE NUESTRA VIDA EN UNA CINTA DE CASSETTE
La radio del SEAT 131 era el centro neurálgico del entretenimiento a bordo, el único antídoto contra el aburrimiento de las carreteras nacionales. En la guantera, un tesoro: las cintas de casete grabadas con los éxitos del momento. Los Pecos, Fórmula V o Camilo Sesto ponían la banda sonora a nuestras vidas, aunque la cinta de casete se enganchaba en la mejor parte de la canción y había que rebobinarla con un boli BIC, un ritual que hoy suena a prehistoria.
Pero no todo era música enlatada. El propio viaje en el SEAT 131 tenía su propia sinfonía de ruidos mecánicos y ambientales. El viento silbando al colarse por la ventanilla medio bajada, el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto caliente y, por supuesto, el inconfundible sonido del motor. Para un niño de entonces, el sonido del motor era tan familiar que sabías cuándo iba a pedir un cambio de marcha solo con escucharlo.
EL OLOR A SKAI QUEMADO Y EL MAREO DE LAS CURVAS
Los recuerdos no solo se ven o se escuchan, también se huelen. Y el aroma de aquel SEAT 131 era una mezcla muy particular e inolvidable. El olor a gasolina se mezclaba con el del tabaco de nuestros padres y el ambientador de pino que colgaba del retrovisor. Pero en verano, el protagonista era otro: el asiento de skai negro en agosto era un instrumento de tortura que se te pegaba a las piernas desnudas al entrar al coche.
El viaje a la costa era también una prueba física. Las carreteras de antes no eran las autovías de ahora, sino una sucesión infinita de curvas que ponían a prueba nuestro estómago. El mareo era un compañero de viaje habitual para muchos, mitigado con pastillas o simplemente aguantando el tipo como se podía. De hecho, el mareo era un peaje casi obligatorio en las carreteras nacionales de un solo carril, mientras el copiloto luchaba con un mapa de papel desplegado sobre sus rodillas.
LA MEMORIA DE UN PAÍS SOBRE CUATRO RUEDAS
Aquel SEAT 131 era mucho más que un simple medio de transporte; fue el símbolo de una época. Representaba el esfuerzo de una generación de padres que trabajaron sin descanso para poder ofrecer a sus hijos lo que ellos no tuvieron. En plena Transición, tenerlo aparcado en la puerta era la prueba de que la clase media española por fin podía soñar con las vacaciones, con un apartamento en la playa y con un futuro mejor.
Por eso, cuando hoy recordamos aquel infierno de calor, apreturas y viajes interminables, no podemos evitar sonreír. El recuerdo de aquel coche nos transporta a un tiempo más simple, quizás más inseguro, pero infinitamente más auténtico. Al final, la memoria es caprichosa y ha convertido aquel SEAT 131 en una máquina del tiempo. Y es que, paradójicamente, esos viajes infernales son hoy uno de los recuerdos más felices de nuestra vida.