El peor crimen que puedes cometer con un buen mejillón no es cocerlo de más ni servirlo frío, sino ahogarlo en zumo de limón. Así de tajante es la sentencia de muchos cocineros que ven con estupor cómo perpetuamos un gesto casi religioso en bares y casas. Lo que para ti es un aliño refrescante, para el producto es una condena, ya que la acidez del limón aniquila por completo su delicado sabor a mar y lo convierte en otra cosa.
Este gesto, casi un acto reflejo en cualquier chiringuito, tiene un origen que ya hemos olvidado y que nada tiene que ver con mejorar el sabor de este molusco bivalvo. Es una costumbre heredada de una época en la que la cadena de frío era una utopía. Hoy, seguir haciéndolo es una falta de respeto al producto y, sobre todo, a tu propio paladar. Porque un chorro de limón era la forma de enmascarar un producto que no era del todo fresco, no de realzarlo.
EL GRAN CRIMEN CULINARIO QUE COMETES SIN SABERLO

Cuando echas limón sobre un mejillón recién hecho, estás librando una batalla química en la que el molusco siempre pierde. Su carne, delicada y llena de matices salinos, no puede competir contra la potencia cítrica. Es un KO en el primer asalto, una anulación sensorial en toda regla. Olvídate de saborear la brisa de las rías gallegas o el yodo del Atlántico, porque el ácido cítrico actúa como un martillo sobre los matices salinos y yodados del molusco, dejando solo un recuerdo ácido y metálico.
Pero el ataque no es solo al sabor, sino también a la textura. La acidez del limón provoca una desnaturalización de las proteínas de este fruto de mar, un proceso similar a una cocción en frío. El resultado es que ese mejillón tierno y jugoso que acabas de sacar de la olla se vuelve más firme y gomoso en cuestión de segundos. En resumen, el limón cocina químicamente la delicada carne del bivalvo, volviéndola más correosa y restándole toda su gracia.
¿DE DÓNDE VIENE ENTONCES ESTA MANÍA POR EL LIMÓN?
Si es tan perjudicial, ¿por qué lo hacemos todos? La respuesta está en la historia y en la necesidad. Antes de que existieran los camiones refrigerados y las lonjas informatizadas, llevar el pescado y el marisco fresco del puerto a la mesa era una odisea. El producto llegaba a su destino con olores y sabores que dejaban bastante que desear. Es en ese contexto donde antiguamente el limón se usaba como un potente antiséptico y desodorante para el pescado y el marisco que no estaban en su punto óptimo.
Esa costumbre, que en su día fue una solución de supervivencia, se ha perpetuado por inercia hasta nuestros días. La hemos convertido en una tradición sin cuestionar su propósito, aplicándola incluso al producto más fresco y de mayor calidad. Hoy, con un mejillón gallego que llega vivo a la pescadería, seguir recurriendo a este truco del pasado no tiene ningún sentido. Es más, hoy en día, con la calidad y frescura garantizadas, seguir usando limón es una costumbre obsoleta que denota desconocimiento.
EL SECRETO ESTÁ EN EL «AGUA DE COVICHO»

La alternativa que propone el chef Javier Yema, y muchos otros cocineros, es tan lógica que parece mentira que no se nos haya ocurrido antes. El mejor aliño para un mejillón es su propio jugo. Ese líquido que sueltan al abrirse, conocido en Galicia como «agua de covicho», es oro puro. Es la esencia de su sabor, un caldo concentrado y natural que hemos estado tirando por el desagüe. En lugar de enmascarar, debemos potenciar, porque el propio caldo de la cocción es un concentrado puro del sabor del océano.
La preparación es insultantemente sencilla. Una vez cocidos los mejillones, se retiran de la olla y se reserva ese preciado líquido. Se cuela para eliminar impurezas y se pone a reducir a fuego medio en un cazo con una hoja de laurel y un buen chorro de vino blanco, preferiblemente Albariño para no salir de la tierra. Este aliño perfecto para el mejillón no compite con él, sino que lo acompaña, ya que un chorro de vino Albariño y una hoja de laurel potencian sus notas sin enmascararlas, creando una salsa ligera que es puro mar.
LA COCCIÓN PERFECTA: MENOS ES SIEMPRE MÁS
Para conseguir ese caldo mágico, la forma de cocer el mejillón es fundamental. Y aquí, de nuevo, la simpleza es la clave. Olvídate de llenar la olla de agua como si fueras a cocer pasta. El molusco ya contiene una gran cantidad de agua salada en su interior, que es la que soltará al abrirse por efecto del calor. Por tanto, el secreto es usar poquísima agua para que se abran en su propio vapor, apenas un dedo en el fondo de la cazuela.
El tiempo es el otro factor crítico. Un mejillón demasiado cocido es una tragedia: se encoge, se seca y pierde toda su gracia. El proceso es rapidísimo. Con el fuego al máximo y la tapa puesta, estarán listos en apenas tres o cuatro minutos. Sabrás que ha llegado el momento porque el vapor levantará la tapa y oirás el repiqueteo de las conchas al abrirse. En ese instante, hay que retirarlos del fuego en cuanto se abren para que la carne quede tierna y jugosa, desechando los que permanezcan cerrados.
REDESCUBRIR UN SABOR QUE CREÍAS CONOCER

La primera vez que pruebas un mejillón aliñado con su propio jugo reducido es una revelación. Es como si lo estuvieras comiendo de verdad por primera vez. El sabor es limpio, intenso y profundamente marino. No hay nada que interfiera, nada que distraiga. Solo el sabor puro y honesto de este manjar atlántico, realzado por los matices del vino y el laurel. Es un bocado que te transporta directamente a una batea en medio de la ría, ya que el caldo reducido envuelve cada pieza con una capa de sabor que respeta su esencia.
La próxima vez que tengas delante un plato de este aperitivo de domingo, haz la prueba. Deja el limón a un lado y atrévete a salsear cada mejillón en ese elixir que has preparado. Es un pequeño gesto que lo cambia todo, un paso de gigante en tu cultura gastronómica. Entenderás por qué los cocineros se llevan las manos a la cabeza con el limón, porque es la diferencia entre simplemente comer y saborear de verdad el mar en cada bocado.