La festividad de Santa María Reina proclama una verdad fundamental de la fe católica, reconociendo a la Madre de Dios su dignidad soberana sobre toda la creación. Esta celebración nos invita a levantar la mirada hacia quien, por ser Madre del Rey del universo, participa de un modo único en su reinado.
Contemplar a María como Reina es fuente de inmensa esperanza para la humanidad, pues su poder no es de opresión sino de servicio y misericordia. En ella encontramos una intercesora poderosa y una madre que nos acerca al trono de la gracia de su Hijo.
EL TRONO CELESTIAL: ORÍGENES DE UNA DEVOCIÓN MILENARIA

Las raíces de la realeza de María se hunden profundamente en las Sagradas Escrituras, donde encontramos figuras proféticas que anuncian su singular dignidad. Teólogos expertos señalan a la «mujer vestida de sol» del libro del Apocalipsis, con una corona de doce estrellas sobre su cabeza, como una imagen arquetípica de María en su gloria celestial. Del mismo modo, en el Antiguo Testamento, la figura de la «Gebirá» o Reina Madre en el reino davídico, que intercedía ante el rey a favor del pueblo, prefigura el papel de María como abogada nuestra ante su Hijo, Jesucristo.
La devoción a María como Reina se desarrolló orgánicamente en la piedad del pueblo cristiano desde los primeros siglos, encontrando su expresión en el arte sacro y en los escritos de los Padres de la Iglesia. Ya en el siglo IV, San Efrén de Siria se dirigía a ella con títulos regios, una práctica que se consolidaría a lo largo de la Edad Media, cuando las representaciones de la Coronación de la Virgen se convirtieron en un tema central de la iconografía cristiana. Este fenómeno cultural y espiritual, según historiadores del arte, refleja una maduración teológica que reconocía en la humilde sierva de Nazaret a la soberana de ángeles y santos.
LA PROCLAMACIÓN DE PIO XII: SANTA MARÍA REINA
Fue el venerable papa Pío XII quien, en un acto de magisterio solemne, instituyó oficialmente la fiesta litúrgica de Santa María Reina a través de la encíclica «Ad Caeli Reginam» el 11 de octubre de 1954. Con este documento pontificio, que coronaba la celebración del Año Mariano, se daba un reconocimiento litúrgico universal a una verdad de fe que los fieles habían creído y celebrado durante centurias. La fecha original de la fiesta se fijó en el 31 de mayo, aunque posteriormente se trasladaría al 22 de agosto, en la octava de la Asunción, para subrayar la conexión inseparable entre ambos misterios.
El fundamento dogmático de la realeza de María se asienta en dos pilares teológicos incuestionables: su Maternidad Divina y su íntima asociación a la obra redentora de Cristo. Al ser la Madre del Verbo Encarnado, a quien el arcángel Gabriel anunció que su reino no tendría fin, María participa de manera eminente en la realeza de su Hijo. Además, su cooperación única en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, especialmente al pie de la cruz, la hace merecedora de compartir plenamente su triunfo y su gloria como Reina del cielo y de la tierra.
MÁS ALLÁ DE LA CORONA: UN REINADO DE SERVICIO Y MISERICORDIA

El concepto de la realeza de María se distingue radicalmente de cualquier noción de poder terrenal, pues no es un reinado de dominio sino de amor y servicio universal. Su trono no es un sitial de juicio severo, sino un refugio de misericordia al que todos sus hijos pueden acudir con confianza en sus tribulaciones. Se estima que esta percepción de una soberana cercana y compasiva ha sido clave en la expansión de la devoción mariana a lo largo de la historia de la Iglesia. Ella ejerce su poder intercediendo por nosotros, distribuyendo las gracias que obtiene de su Hijo para el bien de la humanidad.
Esta dimensión servicial de su reinado se manifiesta de forma elocuente en las innumerables advocaciones con las que el pueblo cristiano la invoca, como Auxilio de los Cristianos, Consuelo de los afligidos y Refugio de los pecadores. Cada uno de estos títulos resalta una faceta de su poder real, que se ejerce siempre como un acto de solicitud maternal y protección constante. La oración del «Salve Regina», que la aclama como «Reina y Madre de misericordia», resume perfectamente la naturaleza de un poder que no se impone, sino que acoge, ampara y guía a su pueblo peregrino hacia la patria celestial.
EL REFLEJO DE LA REINA EN LA VIDA DEL CREYENTE
La celebración de Santa María Reina tiene profundas implicaciones para la vida espiritual del creyente, invitándolo a una confianza filial y sin límites en su poderosa intercesión. Saber que tenemos una Reina en el cielo que es también nuestra Madre nos infunde una seguridad y una esperanza inquebrantables, especialmente en los momentos de prueba y oscuridad. Su realeza es una garantía de que el amor maternal es una fuerza activa en el gobierno del universo, una certeza que debe alimentar nuestra oración cotidiana y nuestra entrega a la Divina Providencia.
Finalmente, la gloria de María Reina es un anticipo y una promesa de nuestro propio destino eterno, pues ella es la primera redimida y el miembro más excelso de la Iglesia. Su coronación como Reina del cielo y de la tierra nos recuerda que la humanidad, en ella, ya ha alcanzado la meta a la que todos estamos llamados a través de la gracia de Cristo. La figura de la Reina elevada a los cielos, una criatura humana en el trono de la gloria, nos impulsa a vivir nuestra fe con la esperanza de poder compartir un día su misma bienaventuranza en el reino que no tendrá fin.