El caramelo con palo que tenía un secreto dentro y que nos volvía locos: por qué el Chupa Chups con chicle era el mejor

La verdadera emoción no estaba en el caramelo, sino en la promesa del chicle escondido en su interior. El Chupa Chups fue mucho más que un dulce: fue el icono de una generación, un invento español con un toque de Dalí.

Hay sabores que son máquinas del tiempo y el del Chupa Chups con chicle es, sin duda, el billete de vuelta a los patios de colegio de la EGB. Aquella esfera de caramelo duro no era una simple chuchería, era una promesa, un pequeño tesoro que escondía una recompensa final. ¿Lo recuerdas? Era el rey indiscutible del quiosco, esa golosina icónica que nos enseñó que, a veces, lo mejor está por llegar, justo en el centro de todo.

La experiencia de disfrutar de aquel dulce comenzaba mucho antes de romper el envoltorio. Empezaba con unas monedas en el bolsillo y una decisión que parecía trascendental frente a un expositor lleno de colores y posibilidades. Y aunque había muchos sabores, el que tenía premio era el que todos queríamos, porque la verdadera magia de ese caramelo con palo era el chicle que aguardaba pacientemente en su interior. Una aventura en miniatura que convertía una simple golosina en un recuerdo imborrable.

¿RECUERDAS LA DECISIÓN MÁS DIFÍCIL DE TU INFANCIA?

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Pocos dilemas infantiles se sentían tan importantes como elegir el sabor correcto en el quiosco del barrio. Fresa, cola, naranja, limón… Cada envoltorio brillante prometía un viaje distinto, pero todos conducían al mismo destino glorioso: el chicle. Era una decisión que tomábamos con la seriedad de un adulto, porque la elección del sabor definía por completo la experiencia de los siguientes minutos. Era el preludio de una pequeña felicidad redonda y pegajosa que nos esperaba.

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Una vez tomada la decisión, el siguiente paso era el arte de desenvolverlo sin romper el plástico más de la cuenta. El sonido de ese papel celofán era el pistoletazo de salida a una carrera de paciencia. El primer contacto del caramelo con la lengua era pura gloria, un estallido de azúcar que nos hacía cerrar los ojos, porque el ritual de abrirlo y empezar a saborearlo era casi tan satisfactorio como el propio dulce. Empezaba la cuenta atrás para llegar al núcleo.

LA PACIENCIA TENÍA PREMIO (Y SABÍA A CHICLE)

Aquí se dividía a la humanidad en dos grupos: los pacientes y los ansiosos. Los primeros lo paladeaban con calma, disfrutando de cada capa de caramelo hasta que el chicle se revelaba suavemente. Los segundos, entre los que me incluía, no podíamos esperar, porque morderlo era una tentación irresistible pese al riesgo de dejarte un diente en el intento. El sonido crujiente del caramelo al romperse era la señal de que la victoria estaba cerca.

El momento cumbre llegaba cuando, tras una dentellada estratégica o una lamida concienzuda, aparecía la textura gomosa. Ese cambio de duro a blando era una epifanía en la boca. De repente, el caramelo se transformaba, la misión había sido un éxito y ya tenías tu premio, porque descubrir la primera hebra de chicle era como encontrar un tesoro escondido. El Chupa Chups había cumplido su promesa y ahora empezaba la segunda parte de la diversión.

EL INVENTO ESPAÑOL QUE CONQUISTÓ EL MUNDO (Y NUESTROS RECREOS)

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Este icónico caramelo es un invento tan nuestro como la siesta. Fue el empresario catalán Enric Bernat quien, en 1958, observó algo muy simple: los niños se pringaban las manos al comer caramelos. Su solución fue tan lógica como genial: ponerle un palo. Así nació el Chupa Chups, una idea que revolucionó el mercado porque la intención original era crear un dulce que se pudiera comer como con un tenedor. Un pequeño gesto que lo cambió todo.

Pero la genialidad no terminó ahí. Años más tarde, Bernat encargó el rediseño de su logotipo a un amigo suyo que andaba por Figueras. Aquel amigo era Salvador Dalí, quien en menos de una hora garabateó la famosa margarita que hoy todos conocemos. Fue idea suya colocarla en la parte superior, porque el genio de Portlligat sabía que el logo debía verse íntegro y no en un lateral. De repente, nuestra chuchería favorita tenía un toque de arte surrealista.

EL LENGUAJE SECRETO DEL PALO DE PLÁSTICO

Una vez que el caramelo desaparecía y el chicle perdía su sabor a los treinta segundos, la aventura no terminaba. El palito de plástico se convertía en un objeto con infinitas posibilidades. La más popular, sin duda, era intentar hacerlo sonar. Soplar por el agujero lateral con la esperanza de arrancarle una melodía era un clásico del recreo, porque todos intentamos alguna vez convertir el palo en un silbato con mayor o menor éxito.

Pero su versatilidad iba mucho más allá. Servía como puntero para señalar en clase, como varita mágica, como arma en batallas imaginarias o incluso como baqueta para tamborilear en el pupitre. El Chupa Chups nos daba una doble vida de entretenimiento, ya que el palito se transformaba en una herramienta para mil juegos una vez cumplida su función principal. Era el juguete que venía de regalo con la golosina, un apéndice de nuestra imaginación.

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¿POR QUÉ NINGÚN CARAMELO VOLVIÓ A SABER IGUAL?

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No es solo una cuestión de azúcar. Es que el sabor de aquel caramelo está indisolublemente ligado a una época de rodillas peladas, veranos eternos y tardes sin preocupaciones. Es el sabor de la EGB, el sonido de la campana del recreo y el tacto de las pesetas en la mano, porque ese sabor a fresa ácida o a cola nos transporta directamente a la infancia sin necesidad de DeLorean. Es la magdalena de Proust de toda una generación.

Quizás por eso ningún otro dulce ha logrado ocupar su lugar. La experiencia era completa: la elección, el reto de llegar al centro y la recompensa final. Y aunque el chicle apenas tenía sabor, mascarlo era la confirmación de que lo habías conseguido. El Chupa Chups nos enseñó la dulce satisfacción del deber cumplido, porque el sabor del chicle duraba apenas unos minutos, pero la sensación de haberlo logrado era eterna.

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