El milagro de meter a toda la familia en un Seat 600 para ir a la playa es una proeza que hoy te costaría el carnet de conducir y una multa de las que hacen historia. Aquellos viajes eran un imposible logístico, un desafío a las leyes de la física y del sentido común. Y sin embargo, lo hacíamos. Cada verano, aquellas vacaciones de los 60 y 70 eran un ejercicio de optimismo y picaresca que hoy recordamos con una mezcla de ternura y estupefacción.
Pero, ¿cómo era posible? Aquel pequeño utilitario, diseñado para la ciudad, se convertía en un arca de Noé sobre ruedas, cargado hasta los topes de niños, maletas, sueños y la indispensable tortilla de patatas. Y es que detrás de la aparente locura, la llegada del verano transformaba el coche en el epicentro de la felicidad familiar, el símbolo de un mes de libertad que se esperaba durante todo el año.
EL TETRIS HUMANO: CRÓNICA DE UNA CARGA IMPOSIBLE
La operación comenzaba con la baca, esa bendita parrilla metálica que coronaba el techo del Seílla. Era el primer salvavidas para el equipaje. Allí se apilaban las maletas de cartón piedra, atadas con cuerdas elásticas que se tensaban hasta el límite, junto a la barca hinchable y la sombrilla. Y es que la baca se convertía en un segundo maletero a cielo abierto donde se apilaba media casa, desafiando a la aerodinámica y a la gravedad.
Mientras, el interior era un campo de batalla. Tres niños en el asiento trasero, sin cinturón ni silla de retención, por supuesto. El más pequeño a menudo acababa en el regazo de la madre, en el asiento del copiloto. Y no olvidemos el suelo, donde los niños viajaban sin sistemas de retención alguno, compartiendo espacio con la nevera portátil de camping, las bolsas con la merienda y, a veces, hasta el perro.
¿AIRE ACONDICIONADO? LA VENTANILLA Y UN ABANICO
Imagina un agosto a las tres de la tarde atravesando La Mancha. Los asientos de escay, ese plástico que imitaba al cuero, se convertían en sartenes al rojo vivo que se te pegaban a la piel. El aire acondicionado era un lujo impensable. De hecho, la única refrigeración posible eran las ventanillas de manivela bajadas y unas cortinillas de ventosa, que poco o nada hacían contra el sol de justicia que entraba a raudales.
Aquel pequeño utilitario se hacía oír. El rugido del motor trasero era la banda sonora constante del viaje, una melodía que te acompañaba durante cientos de kilómetros y que te obligaba a hablar a gritos. Y no podías tener prisa. Parar cada cierto tiempo era obligatorio, no para estirar las piernas, sino para que el motor no se quemara. Y es que el ruido del motor era la banda sonora constante del viaje y las paradas en la cuneta para que no se calentara eran parte del plan.
LA CARRETERA NACIONAL: UNA AVENTURA SIN CINTURÓN NI GPS
Olvídate de autovías y autopistas. El viaje discurría por carreteras nacionales de un carril por sentido, compartiendo asfalto con camiones Pegaso que soltaban una humareda negra. El padre, convertido en piloto de rallies, se jugaba el tipo en cada adelantamiento con su Seat 600. De hecho, él era el único GPS a bordo armado con un mapa de papel, mientras adelantaba a camiones en carreteras de doble sentido.
Y luego estaba la seguridad, o más bien, la ausencia total de ella. Los cinturones de seguridad eran un extra exótico que casi nadie instalaba. Los niños iban sueltos, jugando, durmiendo o asomándose por la ventanilla. Hoy nos parece una locura, pero era lo normal. Y es que la seguridad vial era un concepto del futuro y los niños dormían en el asiento trasero o incluso en la bandeja posterior sobre el motor.
MÁS QUE UN COCHE: EL SÍMBOLO DE UNA NUEVA ESPAÑA
El «Seílla» no era solo un coche, era un antes y un después. Fue el vehículo que motorizó a la clase media española, que por primera vez podía permitirse tener un automóvil en propiedad. Comprar un Seat 600 era un hito, un símbolo de estatus y modernidad. Para millones de familias, el Seat 600 representó el acceso a la libertad y a la sociedad de consumo, el sueño de tener algo propio y de poder moverse sin depender de nadie.
Y esa libertad tenía un destino claro: la playa. El coche que motorizó un país se convirtió en el pasaporte a las vacaciones, al apartamento en Benidorm o en Salou. Era la prueba tangible de que el esfuerzo del año había merecido la pena. De hecho, aquel vehículo se convirtió en el pasaporte a las vacaciones en la playa, un hito que marcaba el progreso personal y colectivo de una sociedad que empezaba a despertar.
¿POR QUÉ NOS EMOCIONA TANTO RECORDARLO?
Nadie echa de menos el calor, la incomodidad o el peligro. Lo que añoramos es el espíritu de aquellos viajes. El «Pelotilla» era pequeño, pero dentro cabía lo más importante: toda la familia unida en un proyecto común. Aquellos viajes incómodos e interminables, llenos de «cuánto falta» y paradas imprevistas, forjaban un sentimiento de aventura y unidad familiar que hoy, con todas nuestras comodidades, es difícil de replicar.
Al final, mirar una foto de un Seat 600 cargado hasta el techo no es solo recordar un coche, es recordar una forma de vida. Nos recuerda que la felicidad no siempre necesita cinco estrellas ni aire acondicionado. A veces, solo necesita una carretera, una familia y un destino al que llegar juntos. Y es que el Seat 600 nos recuerda que a veces la felicidad no estaba en el destino sino en el propio viaje, apretados pero juntos.