Las croquetas son mucho más que una simple tapa en nuestra gastronomía, representan un pilar de la cocina afectiva y un termómetro infalible para medir la calidad de un bar o un restaurante. Todos guardamos en la memoria el sabor de las que preparaba nuestra abuela, y es que detrás de su aparente sencillez se esconde una elaboración que roza la alquimia, una receta que pasa de abuelas a nietos como un tesoro familiar y que genera debates tan acalorados como los que suscita el fútbol. La búsqueda de la cremosidad perfecta nos ha obsesionado durante generaciones, llevándonos a experimentar con todo tipo de leches, mantequillas y proporciones en una cruzada sin fin por alcanzar el ideal.
Esta incesante persecución del santo grial de la bechamel nos ha hecho pasar por alto un detalle crucial, un secreto a voces en las cocinas de la alta restauración que ahora ve la luz. La clave para que las croquetas queden sublimes, con ese interior casi líquido que se desparrama en la boca y una cobertura dorada y resistente, no reside únicamente en la masa. Existe un paso, un gesto técnico a menudo olvidado o mal ejecutado, que lo cambia absolutamente todo, la frustración de ver cómo se abren en la sartén y se desparrama el relleno se puede evitar con una técnica que garantiza el éxito. Es el cortafuegos que protege el tesoro, la armadura que permite que la magia interior suceda sin temor a la catástrofe.
1LA GRAN MENTIRA DE LA BECHAMEL PERFECTA
Durante décadas hemos creído que el alma de una buena croqueta residía exclusivamente en su bechamel, dedicando horas a remover la mezcla con paciencia infinita. Es cierto que una bechamel sedosa, sabrosa y bien ligada es fundamental, pero el verdadero desafío no es conseguir la fluidez, sino contenerla para que llegue intacta al paladar y explote en el momento justo. Los grandes chefs saben que una bechamel verdaderamente cremosa es, por definición, delicada e inestable, una materia casi ingobernable que necesita de una estructura exterior impecable para poder brillar en todo su esplendor y no convertirse en un fracaso aceitoso.
El auténtico objetivo de los maestros de este manjar es conseguir una masa que, una vez frita, sea casi líquida a temperatura de servicio, un interior que se derrite en la boca es el santo grial de esta elaboración y el responsable de esa sensación de placer absoluto. Este nivel de fluidez es incompatible con un rebozado simple y frágil, pues la presión del calor durante la fritura haría que estallase sin remedio. Por tanto, la obsesión no debería centrarse en hacer una bechamel más densa y manejable, sino en construir una coraza perfecta para albergar en su interior la bechamel más etérea y deliciosa que podamos imaginar, unas croquetas de otro nivel.