Especial 20 Aniversario

Lo que de verdad podías comprar con una moneda de cinco duros (100 pesetas) y que hoy parece ciencia ficción

Pocas cosas podíamos comprar con la misma ilusión que aquellas que se pagaban con una moneda de cien pesetas. Aquel disco de cobre y níquel, pesado y contundente en la palma de la mano, era mucho más que simple calderilla; era el pasaporte a una tarde de gloria, la llave que abría un universo de posibilidades casi infinitas para cualquier chaval de la época. Bastaba con que cayera en tu bolsillo para que la jornada cambiara de color y el aburrimiento se disipara como por arte de magia. Era la prueba de que para adquirir la felicidad, a veces, solo hacía falta un poco de suerte y una vuelta de la esquina.

Publicidad

El eco de su sonido metálico al caer sobre el mostrador era la banda sonora de nuestra infancia, un tintineo que prometía azúcar, aventuras pixeladas o el simple placer de un refresco helado. Un poder adquisitivo que hoy nos parece una auténtrante quimera, porque con su equivalente actual, unos 60 céntimos de euro, apenas se puede aspirar a un par de chicles y con suerte. ¿Qué ha pasado por el camino para que lo que antes era un tesoro ahora no sirva ni para pagar un café? Quizás la respuesta no está solo en la inflación, sino en el valor que le dábamos a las cosas cuando hacerse con ellas requería paciencia, estrategia y una buena dosis de imaginación.

EL QUIOSCO, ESE PARAÍSO TERRENAL A LA VUELTA DE LA ESQUINA

YouTube video

Entrar en el quiosco del barrio con cien pesetas era sentirse como un magnate a punto de cerrar el negocio de su vida. El dilema no era si podías comprar algo, sino cómo demonios ibas a decidirte entre aquel despliegue abrumador de colores y sabores. La elección no era qué chuchería llevarte, sino cómo combinar docenas de ellas sin pasarte del presupuesto. Desde los míticos chicles Cheiw hasta los sobres de Peta Zetas que explotaban en la boca, pasando por los regalices de zarzaparrilla o las bolsas de pipas Facundo que parecían no tener fin. Gastarse el dinero allí era un ritual que implicaba señalar con el dedo a través del cristal y ver cómo el quiosquero iba llenando la bolsa de papel.

Aquella modesta inversión se convertía en un acto de generosidad casi inconsciente, porque el botín rara vez era para uno solo. Aquella inversión no era solo para uno mismo, sino que garantizaba el festín para toda la pandilla durante una tarde entera. Se compartían las nubes de azúcar, se intercambiaban los Kojak y se debatía acaloradamente sobre si los fresquitos eran mejores que los chupa-chups. Conseguir esa bolsa repleta de golosinas era asegurarse el estatus de héroe del parque por unas horas, un título honorífico que valía mucho más que las cien pesetas que había costado y que fortalecía lazos de amistad a base de azúcar y risas.

LA PARTIDA DE TU VIDA EN LOS RECREATIVOS DEL BARRIO

Si el quiosco era el paraíso dulce, los salones recreativos eran el templo de la adrenalina. El ambiente cargado, la penumbra rota por los destellos de las pantallas y la cacofonía de explosiones y melodías de 8 bits creaban una atmósfera única. Con una moneda de cinco duros en la mano, tenías que tomar una decisión estratégica: podías comprar cuatro partidas de veinticinco pesetas. Una sola moneda de veinticinco pesetas te daba acceso a un mundo de naves espaciales, luchadores y aventuras pixeladas. Street Fighter, Shinobi, Out Run… cada máquina era un portal a otro universo y la elección de en cuál invertir tu preciado crédito era un asunto de máxima seriedad.

El objetivo no era solo jugar, sino durar. Estirar cada partida hasta el último aliento era una cuestión de honor y habilidad que te granjeaba el respeto de los que miraban por encima de tu hombro. No había nada como comprar una nueva oportunidad después de haber caído en el último nivel. Dominar los controles y alargar la partida era una habilidad que te convertía en una leyenda local, el rey de la máquina hasta que llegaba el siguiente con otra moneda en el bolsillo. Canjear por esos minutos de gloria digital tus cien pesetas era, sin duda, una de las mejores inversiones posibles para un chaval de los ocheenta o noventa.

¿MERIENDA O REFRESCO? EL DILEMA DE MEDIA TARDE

YouTube video

Las cien pesetas también resolvían con una solvencia pasmosa el hambre o la sed de media tarde, un dilema que hoy parece irresoluble con 60 céntimos. Después de una jornada de colegio o un partido de fútbol en la calle, podías comprar una merienda contundente y deliciosa que te recargaba las pilas al instante. Con cien pesetas en el bolsillo, podías permitirte un bollo industrial relleno de chocolate y un botellín de refresco. Un Phoskito, un Bony, una Pantera Rosa… acompañados de una Mirinda o un Kaskol que, servido bien frío, sabía a pura gloria. Era un menú completo y satisfactorio que hoy costaría, como mínimo, tres o cuatro veces más.

Ahora, detente un momento y piensa qué puedes comprar en un supermercado con 60 céntimos. La respuesta es desoladora y un reflejo brutal de cómo ha cambiado el coste de la vida. Hoy esos 60 céntimos no pagan ni el envase de la bebida, y mucho menos el contenido. Quizás alcancen para una pieza de fruta modesta o una barrita de cereales de marca blanca, pero la idea de llevarse a casa un pack de merienda y refresco es simplemente ciencia ficción. Aquellas cien pesetas no solo saciaban el apetito, sino que representaban una autonomía y una capacidad de elección que hemos perdido por completo.

Publicidad

PEQUEÑOS GRANDES TESOROS DE PAPEL Y PLÁSTICO

No todo era comestible o digital. El poder de los cinco duros se extendía también al fascinante mundo del coleccionismo, una afición que convertía cada visita al quiosco en una búsqueda del tesoro. Con cien pesetas podías comprar varios sobres de cromos de la Liga, con la esperanza de que te tocara ese fichaje estrella que te faltaba para completar el álbum. El placer no estaba solo en el objeto en sí, sino en la emoción de completar una colección cromo a cromo. Lo mismo ocurría con los tazos, aquellos discos de plástico que se convirtieron en una fiebre, o con los cómics de Mortadelo y Filemón o Zipi y Zape, que garantizaban horas de lectura y carcajadas.

Eran objetos de un valor material ínfimo, pero con una carga emocional gigantesca. No se trataba simplemente de comprar un trozo de papel o un pedazo de plástico. Eran fragmentos de cultura popular que se convertían en símbolos de una infancia compartida por millones. Hacerse con el último cromo brillante, ganar una torre de tazos en el patio del colegio o devorar las viñetas de un tebeo bajo la luz de un flexo eran pequeñas victorias que construían nuestros recuerdos. Esas cien pesetas nos daban acceso a un universo de historias, personajes y aficiones que hoy siguen guardados en cajas de cartón en miles de trasteros.

CUANDO EL DINERO TENÍA UN VALOR QUE SE PODÍA TOCAR

YouTube video

Más allá de la evidente inflación y la llegada del euro, lo que realmente se ha perdido es la percepción tangible del valor del dinero. Aquellas cien pesetas no eran un concepto abstracto, no era un saldo en una aplicación móvil. El dinero no era un número en una pantalla, sino un objeto físico con un peso y un poder adquisitivo tangibles. Era algo que se guardaba con celo, se administraba con sabiduría y se gastaba con una enorme satisfacción. Esa conexión física hacía que fuéramos mucho más conscientes de lo que costaban las cosas y del esfuerzo que suponía conseguirlas, ya fuera a través de la paga semanal o de un regalo de un familiar.

Quizás lo que de verdad podíamos comprar con aquellas monedas no eran solo cosas, sino tiempo. Tiempo para disfrutar, para compartir y para sentir que, con muy poco, éramos dueños de nuestro pequeño mundo. Hoy, en una sociedad de consumo rápido y transacciones invisibles, la nostalgia por los cinco duros es mucho más que un simple recuerdo de precios bajos. Más allá de la nostalgia, queda la sensación de que el verdadero lujo era la sencillez y la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas. Una lección sobre el valor de las cosas que, por desgracia, ninguna moneda de 60 céntimos puede ya enseñarnos.

Publicidad