Cada 22 de diciembre, el país entero se detiene unas horas para escuchar a los niños de San Ildefonso cantar los números que llevan décadas llenando hogares de ilusión, anécdotas y cava descorchado. Hay quien dice que la Navidad empieza ese día, con el primer “mil euros” entonado entre bombos de madera y aplausos nerviosos. No hay calle, barrio o cafetería donde no se hable de si ha tocado algo, de si se ha recuperado lo jugado o de si hay que guardar ese número porque “da buena suerte”. Muchos se lanzan a comprar décimos en otras ciudades por pura superstición. Ourense, por ejemplo, tiene fama de ser uno de esos lugares donde “si toca, toca de verdad”. Incluso se hacen colas kilométricas en administraciones míticas por si ese año reparten el Gordo. Tradiciones que se heredan, se adaptan y se celebran como parte del ADN cultural de unas fiestas muy nuestras.
El origen de una costumbre que reparte algo más que premios
La historia de la Lotería de Navidad arranca en 1812, en plena Guerra de la Independencia. Lo que comenzó como una forma de recaudar fondos sin subir impuestos se ha convertido con el tiempo en una cita anual cargada de emociones compartidas. En sus primeras décadas, ni siquiera se llamaba “de Navidad”, y no fue hasta finales del siglo XIX cuando se consolidó ese nombre. Desde entonces, no ha faltado ni un solo año. Ni guerras, ni crisis, ni pandemias han conseguido interrumpir el sorteo más esperado del calendario. De hecho, su continuidad ha reforzado ese sentimiento colectivo de que la tradición tiene más valor que el propio premio. Los bombos giran, los niños cantan, y millones de personas cruzan los dedos, muchas con un café en una mano y el décimo en la otra. La cita, más que con la suerte, es con la costumbre. Lo curioso es cómo ha evolucionado: hoy, gracias a herramientas digitales, es posible comprar lotería de Navidad online sin esperar largas colas ni salir del salón. Pero eso sí, la emoción de esperar el Gordo sigue intacta.
Rituales, supersticiones y esa necesidad de compartir
Hay quien no perdona jugar el mismo número todos los años. Aunque no toque, forma parte del ritual, como el turrón o las luces en el balcón. En muchas casas se guarda un número “de la familia”, ese que ha pasado de abuelos a nietos con la promesa de que algún día cambiará la suerte. Otros se lanzan a buscar el número de la suerte de la casa, una costumbre cada vez más extendida que convierte la dirección de casa en posible imán para el Gordo. Pero si hay algo que define la Lotería de Navidad es su carácter social. Los décimos se comparten entre compañeros de trabajo, grupos de amigos, vecinos del portal o miembros del gimnasio. Hay quien dice que, si toca, mejor que toque a muchos a la vez. Y si no, por lo menos, que nadie se quede fuera. La tradición de repartir participaciones, firmar por detrás los décimos o sacarse una foto antes del sorteo es casi tan importante como el sorteo mismo. De hecho, más de una amistad se ha reforzado —o puesto a prueba— gracias a la Lotería.
También se ha vuelto habitual llevar décimos como recuerdo de viaje o como regalo navideño, especialmente cuando se visitan lugares con cierta reputación lotera. La ilusión de comprar en otra provincia responde a ese impulso tan compartido de intentar atraer la buena fortuna. Hay quien aprovecha sus escapadas para pasar por puntos de venta míticos, como si el azar fuera más generoso en determinados rincones. Administraciones como Doña Manolita en Madrid o la Lotería Anta en Ourense han sabido mantener ese encanto de lo local, pero facilitando el acceso a sus décimos desde cualquier punto del país, haciendo posible que la tradición se mantenga viva incluso en quienes no pueden desplazarse.
El 22 de diciembre: emociones, nervios y brindis inesperados
Ese día tiene algo especial. Desde primera hora de la mañana, las radios suenan en todas partes. Las oficinas bajan el ritmo, las cafeterías se llenan y los móviles arden en grupos preguntando “¿ha tocado algo?”. La voz de los niños del Colegio de San Ildefonso es parte del paisaje sonoro navideño, y cuando alguien canta un gran premio, se respira un momento de magia compartida. Si el Gordo cae en una ciudad pequeña, el ambiente se desborda. Basta que una administración haya vendido varios décimos para que la televisión se plante allí, los vecinos salgan con botellas de cava y la alegría contagie a todo el pueblo. Y si no toca, da igual. Se celebra haber participado, haberlo compartido con los de siempre, y se guarda el recuerdo como uno más de las fiestas. A veces incluso se cambia el calendario de cenas y reuniones por si el número sale premiado. Lo bonito no es solo el premio, sino el ritual, esa liturgia tan española de jugar con ilusión y reírse de la suerte, pase lo que pase.
Y después del Gordo… los ojos puestos en el Niño
Pasado el sorteo del 22 de diciembre, la ilusión no se apaga. Muchos guardan un pellizco para la siguiente cita: la lotería del Niño, que se celebra el 6 de enero y que, aunque más discreta, también reparte millones en premios. Es como la segunda oportunidad para quienes no tuvieron suerte unos días antes. O, en muchos casos, la excusa perfecta para seguir la tradición. Porque si algo define a este sorteo, más allá de los números y los bombos, es su capacidad para reunirnos en torno a la esperanza compartida de que, esta vez, la suerte pase por casa. Y si no, siempre queda brindar, reír y preparar ya los décimos del año que viene.