Pocos recuerdos tienen un sabor tan definido como el de un Sugus, esa pequeña cápsula del tiempo envuelta en papel de colores que parece resistir al olvido. Para millones de españoles, desenvolver uno es un ritual que va más allá del simple acto de comer un caramelo; es un viaje directo a los patios de colegio, a los veranos eternos y a las meriendas en casa de los abuelos. Sin embargo, detrás de su apariencia inocente se esconde una crónica fascinante y desconocida, una historia que se entrelaza con la propia memoria de un país que despertaba lentamente. Lo que muchos no saben es que este icónico caramelo masticable aterrizó en una España gris y hermética como un pequeño meteorito de color y sabor, convirtiéndose en un símbolo inesperado de una modernidad que se abría paso a mordiscos. ¿Qué secretos guarda el caramelo de nuestra vida?
La leyenda del Sugus se ha transmitido de padres a hijos, casi como un cuento popular susurrado en los quioscos y en las fiestas de cumpleaños. Cada color era un universo, cada sabor una declaración de intenciones y cada envoltorio un tesoro codiciado. Pero su historia es mucho más profunda que la simple nostalgia. Habla de un ingenio empresarial casi clandestino, de la psicología del color en una sociedad monocromática y de cómo un producto extranjero se convirtió en un pilar de nuestra cultura popular. Pocos son conscientes de que la historia de esta golosina cuadrada es también la crónica de una pequeña y dulce rebelión contra la austeridad, un desafío masticable que llenó de matices una época que a menudo se nos antoja en blanco y negro. Sigue leyendo, porque los secretos que esconde te sorprenderán.
EL ORIGEN SECRETO DE UN PLACER CUADRADO
Nadie podría imaginar que la génesis de nuestro caramelo más querido tuvo lugar lejos, muy lejos de nuestras fronteras, en la neutral y próspera Suiza de 1931. Fue la legendaria empresa chocolatera Suchard la que, buscando diversificar su imperio de cacao, dio con una fórmula revolucionaria: un caramelo blando, masticable y con un intenso sabor a fruta. Lo bautizaron con un nombre sonoro y pegadizo, Sugus, y su éxito fue inmediato. Sin embargo, su llegada a España no fue un camino de rosas. En plena autarquía franquista, con las fronteras cerradas a cal y canto, la introducción de este icónico caramelo masticable se convirtió en una auténtica odisea comercial que requirió de licencias especiales y acuerdos casi diplomáticos para que su producción comenzara en Zaragoza en los años 60.
La España de aquella década era un país que anhelaba el color y la novedad, un terreno fértil para un producto tan visualmente atractivo. El Sugus no era solo una golosina; era un objeto de deseo, una pequeña porción de un mundo exterior vibrante y moderno al que solo se podía acceder a través del cine o de productos como este. Su desembarco supuso una pequeña revolución en los quioscos, dominados hasta entonces por dulces más tradicionales y artesanos. De repente, este dulce de colores ofrecía una experiencia casi cosmopolita envuelta en un papel brillante y enigmático, convirtiéndose en la moneda de cambio no oficial en los recreos y en el premio más anhelado por cualquier niño de la época.
¿POR QUÉ EL SABOR A PIÑA ERA EL REY (Y EL DE CEREZA EL ETERNO OLVIDADO)?
Si hay un debate que ha dividido a generaciones de españoles, ese es el de los sabores del Sugus. Una discusión casi tan pasional como el fútbol, que establecía jerarquías invisibles en los patios de colegio. El de piña, con su inconfundible envoltorio azul, era el rey indiscutible, el objeto de deseo por el que se negociaban cambios y se hacían promesas. Su sabor, exótico y refrescante, representaba una pequeña evasión tropical en mitad de la rutina. Los psicólogos del consumo apuntan a que el color azul del envoltorio, asociado a la confianza y a lo exclusivo, lo convirtió inconscientemente en el más valioso, un auténtico tesoro que destacaba sobre el resto de colores más comunes. El Sugus de piña no era solo un sabor, era un estatus.
En el otro extremo del espectro se encontraba el de cereza. El eterno olvidado, el que casi nadie quería y que a menudo se quedaba al fondo de la bolsa. Su sabor, más ácido e intenso, no lograba conquistar el paladar infantil con la misma facilidad que sus hermanos de limón, naranja o fresa. Curiosamente, esta jerarquía del gusto sigue vigente hoy en día, demostrando la increíble fuerza de la memoria colectiva. Pero lo fascinante es que el sabor de cada Sugus definía roles y personalidades en los juegos infantiles de la época, donde elegir el de fresa te convertía en alguien clásico y fiable, mientras que optar por el de cereza te etiquetaba casi como un rebelde o un incomprendido.
LA GUERRA FRÍA DE LOS ENVOLTORIOS: EL CÓDIGO OCULTO QUE NADIE DESCIFRÓ
La magia del Sugus no terminaba al meterlo en la boca. De hecho, para muchos, ahí solo empezaba una segunda parte del ritual, una que implicaba a sus icónicos envoltorios de papel parafinado. ¿Quién no recuerda alisar con la uña el papelito de colores, intentando borrar cada arruga, para luego guardarlo como si fuera un tesoro? Se crearon mitos y leyendas urbanas en torno a ellos, como la que aseguraba que juntando un número determinado de envoltorios del mismo color se podían canjear por premios. Lo que sí era real es que el envoltorio de un Sugus se convirtió en el material fundamental para un sinfín de manualidades y juegos silenciosos, desde la papiroflexia improvisada creando las famosas pajaritas hasta las colecciones cromáticas que se guardaban en cajas de zapatos.
Este fenómeno no era casual. En una era con menos estímulos y sin la avalancha de juguetes electrónicos de hoy, la imaginación era la principal herramienta de juego. El envoltorio, con su textura única y sus colores vivos, era un lienzo en blanco para la creatividad infantil. Se convirtió en una especie de lenguaje secreto, un código compartido por toda una generación que aprendió a darle valor a lo pequeño, a lo que otros consideraban un simple desecho. La realidad es que aquella chuchería mítica prolongaba su vida útil mucho más allá del instante en que se consumía, transformando su papel en un símbolo de la capacidad de crear mundos enteros a partir de casi nada, un testimonio del ingenio de la infancia.
EL MISTERIO DE SU DESAPARICIÓN Y EL REGRESO QUE NADIE ESPERABA
Hubo un momento, ya entrada la democracia y con la llegada de las multinacionales, en que el Sugus pareció desvanecerse. En 1988, la compañía estadounidense Wrigley, famosa por sus chicles, adquirió la marca a nivel mundial y los cambios no tardaron en llegar. Durante un tiempo, encontrar el formato clásico en los quioscos se convirtió en una misión imposible, sustituido por otras golosinas más modernas y con campañas de marketing más agresivas. La nostalgia se tiñó de orfandad y muchos dieron por perdido a su caramelo de la infancia. Fue un golpe silencioso pero profundo, la desaparición del Sugus de los quioscos dejó un vacío que ninguna otra golosina pudo llenar, provocando una sensación de pérdida colectiva entre quienes habían crecido con él.
Sin embargo, el poder de la memoria es inmenso. La demanda popular, las peticiones en foros incipientes de internet y la propia fuerza de la marca hicieron que el Sugus regresara. Puede que con algún matiz diferente en su fórmula o en su empaquetado, pero la esencia estaba ahí. El regreso fue celebrado como la vuelta de un viejo amigo, la confirmación de que ciertos iconos culturales son inmortales. Hoy, su presencia en las estanterías de los supermercados es una garantía de continuidad, un puente entre generaciones. De hecho, el regreso del dulce cuadrado demostró que la nostalgia es uno de los motores de consumo más potentes y que hay sabores que, sencillamente, no se pueden sustituir porque forman parte del ADN emocional de un país.
¿QUÉ ESCONDE HOY UN SUGUS? LA NOSTALGIA COMO INGREDIENTE SECRETO
Si abres un Sugus hoy, el sabor puede que te parezca más o menos intenso, el tamaño ligeramente distinto o la textura algo diferente a la que guardas en tu memoria. Pero la verdadera magia reside en que, al hacerlo, no estás simplemente desenvolviendo un caramelo. Estás abriendo una puerta a tu propio pasado. Es un detonador de recuerdos, una magdalena de Proust en versión cuadrada y pegajosa que te transporta instantáneamente a un lugar seguro y feliz de tu biografía. Hoy, un Sugus es mucho más que una simple chuchería; es una máquina del tiempo asequible y comestible que nos permite reconectar con el niño que fuimos, aunque solo sea durante los pocos minutos que tarda en disolverse en la boca. Es un bocado de nostalgia pura.
Por eso su legado perdura, porque ha trascendido su condición de producto para convertirse en un icono emocional. Se lo ofrecemos a nuestros hijos no solo para que disfruten de un dulce, sino para compartir con ellos un pedazo de nuestra propia historia, un código secreto que ahora les pertenece. Cada vez que el papelito se desenrosca y libera ese aroma inconfundible, se reactiva un pacto invisible que nos une a todos los que alguna vez debatimos sobre si el de piña era mejor que el de fresa. Al final, el gran secreto del caramelo de la EGB nunca estuvo en su fórmula suiza ni en sus estrategias de mercado, sino en su capacidad para encapsular lo intangible. Y es que el valor real de un Sugus reside en los millones de recuerdos anónimos y compartidos que se activan con el simple sonido de su envoltorio al abrirse.