Especial 20 Aniversario

El ingrediente secreto de los mejores cocidos madrileños está en la farmacia

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Los mejores cocidos madrileños esconden un ingrediente secreto que va más allá de la calidad del morcillo o el punto de cocción del garbanzo, un misterio que reside en el humilde estante de una herboristería o, como antaño, en la botica del pueblo. Hablamos de un ingrediente casi olvidado, una hierba que transforma la experiencia de este plato contundente, llevándolo a una nueva dimensión de sabor y bienestar. Este no es un relato sobre una receta más, sino sobre el redescubrimiento de una sabiduría popular que amenaza con cambiar para siempre nuestra percepción del plato más castizo.

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Este secreto, susurrado en las cocinas más antiguas y celosamente guardado por abuelas que entendían la gastronomía como una forma de alquimia, es la guisanteira. Un nombre que suena a campo y a tradición, una planta con propiedades medicinales que, además de realzar los sabores más profundos del guiso, combate la consecuencia más temida de su ingesta: la pesadez y la flatulencia. La idea de que un elemento tan sencillo pueda perfeccionar una receta centenaria resulta, cuanto menos, provocadora y nos obliga a preguntarnos cuánto sabemos realmente sobre los platos que creíamos dominar.

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UN PLATO CON HISTORIA Y ALMA DE PUEBLO

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El cocido es el latido gastronómico de Madrid, un plato cuya historia es la crónica de la propia ciudad, desde sus orígenes humildes hasta su consagración en las mesas más ilustres. Su genealogía se pierde en la noche de los tiempos, con expertos señalando a la adafina sefardí o a la olla podrida castellana como sus ancestros directos, platos de cocción lenta y aprovechamiento máximo. Nacido como sustento para las clases populares, capaz de calentar el cuerpo y el espíritu durante los crudos inviernos del altiplano, su contundencia era una bendición para quienes necesitaban energía para afrontar largas y duras jornadas de trabajo. Era el plato único que reunía a la familia alrededor del fuego.

Con el paso de los siglos, este guiso trascendió su origen modesto para convertirse en un emblema indiscutible de la cocina madrileña. Las tabernas y casas de comidas del siglo XIX lo popularizaron, sirviéndolo en sus célebres tres vuelcos que son, en sí mismos, un ritual gastronómico. No tardó en dar el salto a los manteles de restaurantes de postín como Lhardy, demostrando que su grandeza no residía en la exclusividad de sus ingredientes sino en la honestidad de su sabor, conquistando por igual a obreros, estudiantes, periodistas y aristócratas, consolidándose como una experiencia transversal que define la identidad culinaria de la capital.

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