En el vibrante y complejo siglo XVIII, una época de luces y sombras que presenció tanto el apogeo de la Ilustración como profundas transformaciones sociales, se alza la figura monumental de San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia, cuya fiesta se conmemora cada 1 de agosto. Su ineludible importancia para el catolicismo no se limita a la fundación de la Congregación del Santísimo Redentor, sino que reside en su magistral labor como teólogo moral, que supo trazar un camino de equilibrio y compasión entre el rigorismo asfixiante del jansenismo y el laxismo que disolvía la responsabilidad personal. Alfonso fue un faro de sensatez pastoral, un jurista de las almas que defendió la misericordia de Dios como principio fundamental de la vida cristiana.
El legado de este santo napolitano se proyecta con una fuerza sorprendente sobre nuestra propia era, ofreciendo claves para abordar la confusión moral y la necesidad de una fe que sea a la vez profunda y accesible al común de las gentes. Él comprendió que la santidad no era un privilegio de unos pocos elegidos, sino una vocación universal que debía nutrirse con la oración, los sacramentos y una devoción sencilla y sentida, especialmente hacia la Eucaristía y la Virgen María. Su vida y sus escritos son una invitación perenne a redescubrir la ternura de Dios en el sacramento de la Reconciliación y a comunicar las verdades eternas con un lenguaje que el corazón pueda comprender y amar.
DE LA TOGA AL ALTAR: LA RADICAL CONVERSIÓN DE UN ABOGADO DE ÉXITO

Alfonso María de Ligorio irrumpió en la escena jurídica de Nápoles como un verdadero prodigio, un joven abogado de noble cuna dotado de una inteligencia deslumbrante y una elocuencia arrolladora que le permitieron doctorarse en derecho civil y canónico con tan solo dieciséis años. Durante los primeros años de su carrera profesional construyó una reputación de invencibilidad, pues se estima que no perdió un solo caso durante casi una década, convirtiéndose en una de las figuras más respetadas y solicitadas de los tribunales napolitanos. Su futuro parecía destinado a la gloria mundana, al prestigio social y a la acumulación de riquezas, un camino brillante trazado en el corazón de una de las ciudades más importantes de Europa.
Sin embargo, el edificio de su éxito se derrumbó estrepitosamente en 1723 durante un litigio de enorme repercusión entre un noble napolitano y el Gran Duque de Toscana, un caso en el que Alfonso había depositado todo su prestigio. Tras una defensa magistral, un documento que había pasado por alto demostró su error de manera irrefutable, provocando una humillación pública tan devastadora que lo llevó a abandonar la sala del tribunal repitiendo: «Mundo, ya te conozco; adiós, tribunales». Este fracaso profesional se convirtió en el crisol de su conversión, una experiencia de vaciamiento que le abrió los oídos a la llamada de Dios, la cual se materializó poco después ante una imagen de la Virgen cuando sintió la inequívoca moción interior de abandonar el mundo y dedicarse por completo al servicio de las almas.
La decisión de abrazar el sacerdocio encontró la feroz oposición de su padre, quien había cifrado todas sus esperanzas en el brillante porvenir de su hijo, pero la determinación de Alfonso fue inquebrantable. Una vez ordenado sacerdote en 1726, dedicó su ministerio inicial a los grupos más marginados de Nápoles, especialmente a los lazzari, los desheredados que malvivían en los barrios pobres, y a los «caprai» o cabreros de las zonas rurales, gente sencilla y a menudo olvidada por la pastoral ordinaria. Fue en el contacto directo con la pobreza material y espiritual de estas personas donde germinó la inspiración para fundar una nueva congregación misionera.
EL CORAZÓN MISIONERO: FUNDADOR PARA LOS MÁS OLVIDADOS
El 9 de noviembre de 1732, en la pequeña localidad de Scala, San Alfonso dio el paso decisivo al fundar la Congregación del Santísimo Salvador, que más tarde sería conocida como la Congregación del Santísimo Redentor o Redentoristas. El carisma fundamental de este nuevo instituto era claro y urgente: predicar misiones populares en las zonas rurales y entre la gente más abandonada espiritualmente, utilizando un estilo de predicación sencillo, directo y kerigmático, centrado en las verdades fundamentales de la fe y en la infinita misericordia de Dios. Su objetivo era llevar el Evangelio a aquellos que, por su aislamiento geográfico o su condición social, no tenían acceso a una catequesis sólida.
Los comienzos de la congregación fueron extremadamente arduos, marcados por pruebas que habrían desanimado a un alma menos tenaz, pues a las pocas semanas de la fundación, casi todos sus primeros compañeros lo abandonaron. Alfonso se encontró prácticamente solo, enfrentando la incomprensión de parte del clero local y luchando contra innumerables dificultades materiales y burocráticas para obtener la necesaria aprobación eclesiástica. Según expertos en su biografía, estos años de aparente fracaso y soledad fueron cruciales para purificar su intención y fortalecer su confianza inquebrantable en la Divina Providencia.
A pesar de los obstáculos, la obra comenzó a crecer y a consolidarse, atrayendo a nuevos miembros que compartían su celo por la salvación de las almas y su método pastoral. La predicación redentorista se caracterizaba por su enfoque en los «novissimi» (muerte, juicio, infierno y gloria) y por una profunda piedad mariana, pero su rasgo más distintivo era la centralidad del sacramento de la Reconciliación. Alfonso instruía a sus misioneros para que fueran en el confesionario ministros de la misericordia divina, doctores capaces de sanar las heridas del pecado y padres amorosos que acogieran al pecador arrepentido sin rigorismos innecesarios.
LA SABIDURÍA DEL CONFESIONARIO: SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO Y LA TEOLOGÍA MORAL

La contribución más significativa y duradera de San Alfonso a la Iglesia Universal se encuentra en el campo de la teología moral, una disciplina que en su tiempo estaba polarizada entre dos extremos perjudiciales para la vida espiritual de los fieles. Por un lado, el rigorismo jansenista presentaba a un Dios severo y casi inaccesible, imponiendo condiciones tan estrictas para la absolución que muchos pecadores se alejaban desesperanzados del confesionario. Por otro lado, una corriente de laxismo moral minimizaba la gravedad del pecado y la necesidad de una conversión sincera, llevando a una peligrosa complacencia espiritual.
En medio de esta contienda, San Alfonso se erigió como un faro de equilibrio y sabiduría pastoral, dedicando décadas de estudio a elaborar su obra cumbre, la «Theologia Moralis». En este monumental trabajo, analizó y sintetizó siglos de pensamiento moral católico para proponer un sistema conocido como equiprobabilismo, que ofrecía una vía media segura. Este sistema sostiene que, ante una duda sobre la licitud de un acto, si las opiniones a favor de la ley y a favor de la libertad son igualmente probables, es lícito seguir la opinión favorable a la libertad, liberando así a las conciencias de la angustia del escrúpulo sin caer en la laxitud.
Su doctrina moral, aprobada y alabada por la Santa Sede, transformó la práctica de la confesión y la formación de los sacerdotes, lo que le valió ser proclamado Patrono de los confesores y de los moralistas. Alfonso enseñaba que la ley suprema debía ser siempre la caridad y la salvación de las almas, por lo que el confesor debía actuar como médico, maestro, padre y juez, en ese orden de prioridad. Su teología no es una colección de reglas frías, sino una ciencia de la misericordia orientada a ayudar a cada persona a responder al amor de Dios en las circunstancias concretas de su vida.
UN LEGADO PARA EL PUEBLO: EL DOCTOR CELOSÍSIMO Y LA DEVOCIÓN POPULAR
Además de su profunda obra teológica, San Alfonso fue un autor prolífico de una fecundidad asombrosa, con un catálogo que supera las ciento once obras sobre una vasta gama de temas espirituales. Su genio pastoral radicaba en su capacidad para traducir las más altas verdades de la fe a un lenguaje sencillo y conmovedor, haciéndolas accesibles para el pueblo llano que anhelaba nutrir su vida espiritual. Libros como «Las Glorias de María», «Visitas al Santísimo Sacramento» y «La Práctica del Amor a Jesucristo» se convirtieron en auténticos bestsellers espirituales que han alimentado la piedad de millones de católicos a lo largo de los siglos.
A pesar de su avanzada edad y sus reticencias, en 1762 fue nombrado obispo de Sant’Agata de’ Goti, un cargo que aceptó por obediencia y que desempeñó con un celo infatigable durante trece años. En su diócesis emprendió una profunda reforma del clero y del pueblo, combatiendo los abusos, promoviendo las misiones populares y mostrando una atención preferencial por los pobres, a quienes ayudó generosamente durante una terrible hambruna. Durante estos años, su salud se deterioró gravemente a causa de una artritis reumatoide que le curvó el cuello de forma permanente, un sufrimiento que soportó con una paciencia heroica como ofrenda por su rebaño.
Los últimos años de su vida estuvieron marcados por una prueba de una amargura extrema, ya que fue engañado para que firmara una versión modificada de la regla de su congregación, lo que provocó su expulsión del propio instituto que había fundado. Murió en 1787 a la edad de casi noventa y un años, sumido en la oscuridad de la noche espiritual y con el sentimiento de haber fracasado, sin saber que la historia lo reivindicaría como uno de los más grandes santos de la Iglesia. Su canonización y posterior proclamación como Doctor de la Iglesia son el sello divino sobre una vida entregada por completo a la proclamación de la abundante redención de Cristo, un legado de misericordia y sabiduría que continúa iluminando el camino de la Iglesia.