San Felipe y San Santiago el Menor, dos figuras centrales en el colegio apostólico elegido por Jesucristo, representan pilares fundamentales sobre los que se edificó la Iglesia naciente, transmitiendo el mensaje evangélico con fidelidad y entrega hasta el martirio. Su conmemoración conjunta en el santoral católico subraya no solo su vocación compartida como seguidores directos del Maestro, sino también la diversidad de carismas y misiones dentro del grupo de los Doce, reflejando la riqueza y universalidad del llamado cristiano. Felipe, conocido por su pragmatismo y su búsqueda de pruebas tangibles, y Santiago, identificado tradicionalmente como pariente del Señor y líder de la comunidad de Jerusalén, encarnan aspectos complementarios del discipulado: la inquietud misionera y la estabilidad pastoral. La Iglesia los honra como testigos privilegiados de la vida, muerte y resurrección de Jesús, cuya autoridad apostólica fue crucial para la expansión y consolidación de la fe en las primeras décadas.
La celebración litúrgica de estos dos apóstoles cada 3 de mayo ofrece a los fieles una ocasión propicia para meditar sobre la naturaleza del seguimiento de Cristo y el compromiso que este implica en la propia existencia. El ejemplo de San Felipe nos interpela a buscar activamente a Jesús y a presentarlo a los demás, superando dudas y vacilaciones con una fe que anhela ver y comprender, mientras que San Santiago el Menor nos inspira a vivir la fe con coherencia, justicia y una profunda preocupación por la unidad y el bienestar de la comunidad cristiana. Se estima que su legado conjunto anima a los creyentes a valorar tanto la dimensión misionera como la vida interna de la Iglesia, reconociendo que ambas son esenciales para el crecimiento del Reino de Dios. Recordar a estos santos apóstoles es, por tanto, renovar la llamada a ser testigos valientes y constructores activos de la comunión eclesial en el mundo contemporáneo.
DOS COLUMNAS DE LA FE NACIENTE
Los Evangelios nos presentan a Felipe como uno de los primeros discípulos llamados por Jesús, originario de Betsaida, al igual que Pedro y Andrés, demostrando una pronta respuesta a la invitación del Mesías. Es él quien, lleno de entusiasmo, busca a Natanael para compartirle su descubrimiento, pronunciando las significativas palabras: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y también los profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José». Esta actitud revela un conocimiento de las Escrituras y un anhelo mesiánico que lo predispusieron a reconocer a Jesús, aunque su enfoque inicial, algo pragmático, se manifestaría en otras ocasiones. Su llamada inicial es un testimonio de la iniciativa divina y la respuesta humana en la vocación.
Santiago, por su parte, es una figura cuya identificación precisa ha sido objeto de debate entre los estudiosos, siendo comúnmente reconocido como «Santiago el Menor» para distinguirlo de Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo, y también como «el hermano [o pariente] del Señor». La tradición lo señala como hijo de Alfeo y María de Cleofás, esta última presente al pie de la cruz, vinculándolo estrechamente al círculo familiar de Jesús. Independientemente de los detalles exactos de su parentesco, su prominencia en la Iglesia primitiva es indiscutible, emergiendo tras la Ascensión como una figura de autoridad moral y liderazgo en la comunidad madre de Jerusalén. Este fenómeno sugiere un respeto ganado por su sabiduría y fidelidad.
La unión litúrgica de Felipe y Santiago en una misma celebración, establecida tras el hallazgo de sus presuntas reliquias en la Basílica de los Santos Apóstoles en Roma, invita a contemplar la unidad fundamental del colegio apostólico a pesar de la diversidad de sus miembros, subrayando que todos compartieron la misma misión de dar testimonio de Cristo Resucitado. Felipe representa al apóstol que lleva el Evangelio a nuevas fronteras, movido por la pregunta y el deseo de conocer más profundamente al Maestro, como evidencia su petición: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Santiago encarna la figura del pastor que consolida la fe en la comunidad establecida, velando por la ortodoxia doctrinal y la praxis cristiana, como se refleja en su epístola canónica. Según expertos, ambos roles son cruciales para la vida eclesial.
FELIPE: EL APÓSTOL INDAGADOR Y MISIONERO HACIA ORIENTE
El Evangelio de Juan es el que nos ofrece los retratos más vívidos de la personalidad de Felipe, presentándolo como un hombre reflexivo, práctico y a veces un tanto literal en su comprensión. Durante el milagro de la multiplicación de los panes, es a Felipe a quien Jesús pregunta sobre la posibilidad de comprar comida para la multitud, y su respuesta, centrada en el cálculo económico («Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco»), revela su mentalidad pragmática. En otra ocasión significativa, son unos griegos deseosos de conocer a Jesús quienes se acercan primero a Felipe, quizás por su nombre de origen helénico, indicando su posible rol como puente entre la cultura judía y la gentil. Su figura parece atraer a quienes buscan sinceramente.
Tras la Ascensión y Pentecostés, la tradición cristiana sitúa la actividad misionera de Felipe en diversas regiones de Asia Menor, particularmente en Frigia, donde habría predicado el Evangelio con gran celo y realizado numerosos milagros, enfrentando la resistencia de cultos paganos locales. Se cree que su predicación se centró en anunciar a Cristo como la respuesta a las más profundas inquietudes humanas y como el cumplimiento de las promesas divinas, atrayendo a muchos a la fe. Las fuentes antiguas, aunque a veces divergentes en los detalles geográficos exactos, coinciden en señalar su labor evangelizadora lejos de Palestina. Su disposición a llevar la Buena Nueva a tierras extranjeras es un testimonio de su obediencia al mandato misionero.
El final de la vida de San Felipe, según las tradiciones más extendidas, estuvo marcado por el martirio en Hierápolis, Frigia, donde habría sido crucificado o colgado cabeza abajo por su firmeza en la fe cristiana y su éxito al convertir a muchos habitantes, incluyendo, según algunas versiones, a la esposa del procónsul romano. Su muerte es presentada como el sello final a una vida entregada por completo al anuncio de Jesucristo, compartiendo así la suerte de su Maestro y de la mayoría de sus compañeros apóstoles. Este desenlace martirial subraya la seriedad del compromiso apostólico y el precio que muchos pagaron por su fidelidad. Su tumba en Hierápolis fue objeto de veneración durante siglos.
SANTIAGO EL MENOR: PASTOR DE JERUSALÉN Y AUTORIDAD APOSTÓLICA
Santiago el Menor emerge en el libro de los Hechos de los Apóstoles como una figura central y respetada en la Iglesia de Jerusalén, especialmente después de la partida de Pedro de la ciudad. Su liderazgo se hace particularmente evidente durante el llamado Concilio de Jerusalén (Hechos 15), donde juega un papel crucial en la resolución de la controversia sobre la necesidad de la circuncisión para los gentiles conversos. Tras escuchar los testimonios de Pedro y Pablo, es Santiago quien pronuncia el discurso decisivo, proponiendo una solución de compromiso que respeta tanto la libertad de los gentiles respecto a la Ley mosaica como la sensibilidad de los judeocristianos, demostrando sabiduría pastoral y habilidad diplomática. Su intervención fue fundamental para la unidad de la Iglesia primitiva.
La Epístola de Santiago, incluida en el Nuevo Testamento, es tradicionalmente atribuida a él, aunque algunos estudiosos modernos debaten sobre su autoría directa. Esta carta, dirigida a «las doce tribus que están en la dispersión», se caracteriza por su tono práctico y sapiencial, enfatizando la importancia de las obras como manifestación necesaria de una fe viva y auténtica («la fe sin obras está muerta»). Aborda temas como la paciencia en las pruebas, el control de la lengua, la atención a los pobres y la oración eficaz, ofreciendo una guía concreta para la vida cristiana coherente. Según expertos en Sagrada Escritura, su enfoque complementa la teología paulina de la justificación por la fe.
La tradición relata que Santiago el Menor, conocido por su piedad, justicia y vida ascética (se dice que era nazireo), gozó de gran respeto incluso entre los judíos no cristianos de Jerusalén, lo que le valió el sobrenombre de «Santiago el Justo». Sin embargo, su firme testimonio de Jesús como Mesías e Hijo de Dios finalmente provocó la hostilidad de las autoridades judías, especialmente del sumo sacerdote Anás II. Según el historiador Flavio Josefo y otras fuentes cristianas primitivas, fue martirizado alrededor del año 62 d.C., siendo arrojado desde el pináculo del Templo y luego apedreado o golpeado hasta la muerte. Su martirio lo consagró como un modelo de fidelidad y constancia hasta el final.
EL LEGADO CONJUNTO DE SAN FELIPE APÓSTOL Y SAN SANTIAGO EL MENOR: FE, TESTIMONIO Y MARTIRIO
El legado conjunto de San Felipe y San Santiago el Menor reside fundamentalmente en su testimonio apostólico, como testigos oculares de la vida y enseñanzas de Jesús y heraldos de su resurrección. Representan dos facetas esenciales del ministerio eclesial: la misión «ad gentes» encarnada por Felipe, que lleva el Evangelio a nuevos pueblos y culturas, y la consolidación pastoral representada por Santiago, que edifica y guía a la comunidad local en la fidelidad doctrinal y la práctica de la caridad. Ambos, a su manera, respondieron con generosidad a la llamada de Cristo, dedicando sus vidas al servicio del Reino. La Iglesia los venera como intercesores poderosos y modelos de seguimiento radical.
La celebración conjunta de su fiesta litúrgica el 3 de mayo nos recuerda la unidad fundamental del colegio apostólico y la diversidad de dones y servicios dentro de la única Iglesia de Cristo. Invita a los fieles a cultivar tanto el celo misionero por anunciar el Evangelio al mundo, como la preocupación por la vida interna de la comunidad, la solidez doctrinal y la coherencia entre fe y obras. El ejemplo de Felipe nos anima a buscar respuestas a nuestras preguntas en Cristo, mientras que Santiago nos exhorta a vivir una fe activa y comprometida con la justicia y la caridad fraterna. Se estima que su patrocinio fortalece a misioneros y pastores en sus respectivas labores.
La tradición del martirio, asociada a ambos apóstoles, subraya el coste último del discipulado y la seriedad del testimonio cristiano en un mundo a menudo hostil al Evangelio. Su disposición a entregar la vida por Cristo es la máxima expresión de su amor y fidelidad, un ejemplo que ha inspirado a innumerables cristianos a lo largo de los siglos a permanecer firmes en la fe, incluso en medio de la persecución. La memoria de San Felipe y San Santiago el Menor es, por tanto, una llamada a la perseverancia, a la coherencia vital y a la confianza en que la gracia de Dios sostiene a sus testigos fieles hasta el final. Su sangre, como la de tantos mártires, sigue siendo semilla de nuevos cristianos.