David Pulido ahonda en la trascendencia con ‘Ni un leve trazo’, su nuevo y regio poemario

Los lectores de poesía están de suerte, ya que desde hace unos días se encuentra ya en librerías el nuevo libro del escritor canario David Pulido Suárez, Ni un leve trazo, editado por Cuadernos del Laberinto en su colección Anaquel de Poesía.

El título, Ni un leve trazo, nace de un verso perteneciente a Carne cotidiana, el poema que abre el libro y que recoge la temporalidad y la evanescencia.

Los versos contenidos en Ni un leve trazo se han ido destilando a lo largo de casi una década a refugio de la prisa, de «la solicitación de las diarias horas» de las que hablara Vicente Aleixandre. En ellos el autor da fe de las tres heridas hernandianas con las que se viene al mundo (la de la vida, la del amor, la de la muerte), asumiéndolas, integrándolas en su experiencia, reflexionando sobre su naturaleza inexorable. Para hacerlo, David Pulido Suárez emplea la ductilidad del soneto, la contención de la décima, la expansión de la prosa y la flexibilidad versolibrista, moldes todos escogidos según lo requiere la expresión de cada idea, nunca fruto del azar o del capricho.

Quien lea los poemas que recorren estas páginas hallará textos escritos desde la honestidad y la humildad del que se reconoce pasajero y que, por lo tanto, únicamente puede limitarse a levantar acta cordial, franca, de aquello que impresiona su ánimo, pues «tal vez en la memoria/ de un labio quedará con leve acento/ el nombre que albergó su breve historia».

—¿Cómo ha sido el proceso de escritura? ¿Tiene manías a la hora de enfrentarse con el folio en blanco? ¿Quién es su “lector cero”, esa persona de confianza que es la primera en leer sus poesías para darle una opinión crítica?

—El proceso creativo de Ni un leve trazo ha sido largo (cerca de diez años). Mis poemas surgen a su tiempo, sin prisa, tienen ritmo propio. A veces se gestan en varios borradores a partir de una impresión, emoción o idea que me ronda, pero que no acaba de materializarse. Otras veces brotan íntegros, cristalizados en torno a las palabras y el tono que precisan. De un modo u otro, si tuviera que dar una descripción gráfica de mi modus operandi, sería el de una destiladera: por los orificios de la misma el agua se va filtrando lentamente, cuajando en gotas que, cuando alcanzan el punto crítico, caen al bernegal. Cada gota es un poema y, fusionadas en el vientre del receptáculo, tal vez den lugar a un poemario.

Manías con el folio en blanco no tengo. La verdad es que tampoco suelo necesitar un entorno especial. Claro está que un espacio poco frecuentado o en el que estar a solas, así como el silencio, colaboran mucho en la germinación de un texto, pero hay ocasiones en que este me asalta sorpresivamente, casi violento, y debe ser trasladado de inmediato al papel. Quizá lo más próximo a esas “manías” sea la de que para tomar apuntes prefiero libretitas de bolsillo con hojas sin pautar.

Mi “lector cero” se reparte en varios: mi familia y dos o tres personas estrechamente relacionadas con la literatura, tanto por practicarla como por dedicar parte de su actividad profesional a su enseñanza y a la crítica literaria. Por último, diré que una vez que pongo el punto final a un conjunto de poemas lo dejo descansar un tiempo. Procuro olvidarme de ellos algunos meses. Cuando intuyo que ha sido suficiente, los rescato y releo. Es una saludable estrategia para acabar de barnizarlos, verlos con cierta distancia crítica.

—Zorrilla decía que la métrica y la rima son las vestiduras regias de la poesía. ¿Qué opinión le merecen en la actualidad?

—Por todos es sabido que el fundamento del género lírico desde sus inicios es la métrica, el ritmo y la rima. Cuanto se escribiera fuera de estos parámetros no era catalogado o valorado como perteneciente a él. Con el correr de los siglos las infinitas mutaciones de las corrientes literarias aliviaron la rígida concepción de lo poético en su forma (también en su fondo) y, sin embargo, no se ha dejado, por ello, de hacer muy buena poesía.

Dicho esto, soy de la opinión de que si uno adquiere un compromiso con el oficio literario debería conocer las herramientas que tiene entre las manos. ¿Acaso un carpintero no sabe nombrar y utilizar aquello con lo que trabaja para darle forma a la madera?, ¿una arquitecta levanta un edificio desconociendo los materiales, sus peculiaridades? Ambas preguntas se responden solas. Ahora bien, puede ser que en un momento dado uno y otra sientan que quieren hacer algo distinto. Llegado el caso, precisamente porque conocen las entrañas y herramientas de su oficio, justo porque han evolucionado son capaces de quebrar las reglas para concebir algo nuevo. El quid de la cuestión reside en que son conscientes de qué hacen y por qué lo hacen. A mi juicio, hay que conocer las normas, los instrumentos; luego, si surge el deseo o la necesidad, superarlos.

En lo que a mí respecta, escribir una porción no pequeña de mis textos (tanto del actual poemario como de los anteriores) empleando el soneto o la décima (mis preferidos) no solo me ha reportado un gran disfrute –el motivo primero por el que los he empleado-, sino que me ha permitido desarrollar la capacidad de sintetizar mi pensamiento en el momento de verterlo en el folio, condensándolo para no perderme en una selva de palabras. El poema se me presenta cuando quiere, cierto; pero yo decido qué vestido le pongo. Añado que jamás he sentido que utilizar metro o rima me frenen o encarcelen: hasta la fecha cuanto he expresado ha sido lo que he querido expresar, ni más ni menos. Por otra parte, ejercitar la síntesis antedicha me ha resultado de gran utilidad cuando he considerado que el verso libre o el verso blanco es lo que conviene a la encarnación de una idea porque ha evitado que me desnorte en ese bosque de letras.

—Resulta inevitable no fijarse en la poderosísima y bella cubierta, que encaja como un guante con el poemario.

—Cierto. Estoy francamente contento con la labor diseñadora de la editorial Cuadernos del Laberinto. “Poderosa y bella” son los adjetivos apropiados, no tengo duda. Capta con nitidez la triple temática que orbito: la vida, el amor y la muerte, que tal y como se dice en la contraportada son las tres heridas de las que habló Miguel Hernández -que, en el fondo, son las de todos, como seres humanos que somos-. Asimismo, creo apreciar en el dibujo inspiración en las ilustraciones medievales; aún más, me parece adivinar un guiño concreto al género de la Danza de la Muerte. Por otro lado, el cromatismo elegido (rojo y negro) da un vigor indiscutible.

—¿Cómo definiría en cinco palabras su estilo poético?

—En lugar de definirlo con cinco palabras, creo que sería más certero si me limito a responder que considero que mi estilo es sencillo, en tanto que hago por escribir en un tono cotidiano que se acerque cuanto pueda al conversacional. Los recursos literarios, los tropos, los uso allí donde percibo que el poema lo pide. Generalmente, a medida que el relato poético se desenvuelve su propio discurrir va sugiriendo en qué palabras convertirse y, a su vez, cómo combinarlas y qué herramientas utilizar para que traduzcan lo que bulle adentro.

—¿Pessoa decía que «la vida no basta, y por eso existe la literatura». ¿Cuáles son los motivos por lo que siente usted esa necesidad de escribir?

—Tanto la lectura como la escritura multiplican nuestras posibles versiones existenciales. Asimismo, los textos sobreviven a quien los concibe, de forma que se alcanza una especie de inmortalidad. Ya que “la vida no basta”, la literatura nos extiende en el tiempo y en el espacio.

Uno escribe, en fin, porque es su modo de ser y de estar en el mundo; es la forma en la que trato de contármelo o de explicármelo. Citando a Machado, la creación literaria me permite conversar “con el hombre que siempre va conmigo”, o sea, con el individuo particular que soy y que, al mismo tiempo, pertenece a una especie con la que comparte estremecimientos, fulguraciones, goces, penas, dudas, miedos, preguntas y vértigos de manera indisoluble.

—Recomiéndenos un poemario que le haya deslumbrado últimamente y otro que sea su libro de cabecera.

—Aun a riesgo de dejarme por el camino a muchos, recomendaría el poemario Ironía Naturae, de Nieves Delgado, así como cualquiera de los libros de Acerina Cruz, ambas de Gran Canaria.

De cabecera tengo más de uno, pero no libros, sino universos poéticos: el de Jorge Luis Borges, Wislawa Szymborska, Francisco Brines y Manuel Díaz Martínez (recientemente fallecido, que me honró con su generosa amistad y su impagable magisterio). A ellos regreso asiduamente -como debe hacerse con toda buena literatura- porque encuentro ética, estética, hondura reflexiva, metafísica, referencias en tonos y temas, emociones, sentimientos y pensamientos que apelan a mi condición humana. La poesía de estos escritores es universal. Esa la que me interesa.

Puestos a hablar de deslumbramientos (porque no solo de versos vive uno), Irene Vallejo es uno de ellos. Recorre con la facilidad de una caricia el ensayo, el artículo y la novela. La erudición de su verbo posee la música y el ritmo de la poesía, el color de los sentimientos y una humanidad que a nadie deja indiferente.

—¿Qué le ofrece la poesía en comparación con la narrativa?

—Es que, en mi humilde opinión, resulta que la poesía también está en la narrativa, al menos en cierto tipo. Uno puede leer versos carentes de poesía, y, a continuación, una novela o un texto prosístico rebosante de lirismo. No es el qué se dice sino el cómo. Yo, en particular, me he decantado por la expresión poética en verso porque me encuentro cómodo, a gusto en ella; noto que así me comunico mejor. Sin embargo, cuando escojo la prosa soy el mismo que un rato antes ha pergeñado una estrofa.

—¿Con qué personaje histórico se iría de cañas?

—¡Qué complicado! La historia de la humanidad rebosa tantos hombres y mujeres de mentes y espíritus brillantes que no es en absoluto fácil. Ya que no me alcanzaría para invitarlos a todos a tomar café o cerveza, me quedaría con la polímata Hildegarda de Bingen, un personaje de dimensión cultural sobresaliente que conocí leyendo Las olvidadas: una historia de mujeres creadoras, de Ángeles Caso. Con el resto ya iría ajustando agendas y reservando mesa.

—¿Cómo definiría la felicidad?

—La definiría como un estado íntimo de tranquilidad y equilibrio en el que las emociones positivas superan a las negativas.

UBI SUNT?

¿Dónde están los que se fueron

antes que nosotros?

Nada

cuentan los que marchan.

¿Nada

hay allí?

Acaso vieron

un vacío y decidieron

silenciarnos

esta ausencia

de esperanza:

la carencia

insondable de caminos

cuando cruza el peregrino

el umbral

de la existencia.

DONDE LA NADA ES LA RESPUESTA

Del otro lado llaman a la puerta.

Inesperado toque de nudillos

insiste con su eco en el pasillo

y al hombre de su sueño lo despierta.

La noche está colmada. Mano incierta

en busca de la luz… ¿dónde? Cuchillo

nocturno el aire. Enmudece el grillo

su canto. Quedan las fauces abiertas.

¿Quién es?, pregunta el hombre en el vacío.

¿Quién llama?, pero nadie le contesta.

¿Qué busca?, el silencio le responde.

Desea conocer lo que se esconde

allí donde la nada es la respuesta.

El hombre gira el pomo. Tiene frío.

NOMBRE

Un nombre de otros cuerpos nos limita,

distingue nuestro gesto, nos enmarca,

acoge nuestro tiempo porque abarca

los huesos y la sangre donde habita.

Un nombre es la llamada que nos cita

al cabo de las horas con la Parca:

reclamo inexorable de la Barca

que al tránsito nocturno nos invita.

No sabe nuestro espíritu el momento

que dejará su carne transitoria

colgada de una boca sin aliento

ni sabe si tal vez en la memoria

de un labio quedará con leve acento

el nombre que albergó su breve historia.

659802Ff353Da