‘Los niños de la gloria’, de Federico Jiménez Asenjo; novedad editorial

Ya está en las librerías de toda España el nuevo poemario de Federico Jiménez Asenjo, Los niños de la gloria, editado por Cuadernos del Laberinto. Una escritura cuidada y con una visión palpitante sobre pequeños hechos cotidianos. Además, los poemas cuentan con un elemento revitalizador inesperado: los dibujos que el propio autor realiza a bolígrafo.

Llega a las librerías Los niños de la gloria, su cuarto poemario. ¿Qué va a encontrar el lector bajo este título? ¿Cómo es su poesía?

—Me gustaría comentar, para empezar —esta precisión es una forma de conocer el carácter de mi poesía—, que, en realidad, no escribo poemarios, sino un solo poemario, continuo, ininterrumpido, del cual necesariamente debo extraer partes, tramos, diríamos, con objeto de conformar libros, es decir, “unidades” que puedan almacenarse o publicarse. En casa voy guardando lo que escribo en sucesivos cuadernos, agrupados los versos, de forma cronológica, por estaciones: “Verano 2023”, pongamos por caso, o “Invierno-primavera 2021”. Los niños de la gloria, en concreto, recoge más o menos la mitad de los poemas escritos en el otoño de 2022; Rastrea la muerte el perro, por su parte, y por poner otro ejemplo, comprende lo escrito en el invierno de 2020.

Por lo que se refiere a las preguntas, en especial la segunda, que inquiere directamente por la descripción de lo que escribo, me gustaría que fuera el lector quien contestara, después de haber leído, “a cuerpo limpio” —o ánimo limpio, mejor diríamos— el libro. Por dos razones: una, por no mediatizar, o condicionar, con mi propia perspectiva, el juicio que debiera ser suyo, virgen y original; la otra, porque, normalmente, el poeta se expresa y satisface en su obra, y, culminándola, puede decirse que ha concluido y dado por terminada su relación con ella; comentar, escribir sobre lo que él mismo ha escrito, pues, no deja de resultar, desde el punto de vista del poeta, insisto, tarea redundante que, en cierto modo, desvirtúa, o traiciona, incluso, el sentido de su quehacer. No me gustaría, sin embargo, que se pensara que rehuyo responder, que me escabullo, de modo que aportaré, sin extenderme demasiado, mi particular opinión: El lector va a encontrar un conjunto de poemas que no son, creo, fáciles, pero tampoco especialmente abstrusos, por mensaje o manera de presentarlos, ni tampoco, en cuanto a forma, especialmente intrincados ni esteticistas. El lenguaje en general, salvo ciertos términos, es común, poco alambicado. Si, con todo, pueden resultar difíciles, se debe a que el objetivo que persigue, lo que intenta expresar o “atrapar”, desentrañar y comunicar, es la razón última u origen de las angustias, anhelos, penas, euforia, también, a veces, desasosiegos profundos del ser humano, el sentido, o sinsentido —y consiguiente dolor—, y el prodigio de nuestra existencia; de lo arduo del propósito, y no del carácter o estilo del poema, nace aquella dificultad. 

Abundando en el “cómo” son, yo diría que por lo general son poemas directos, de superficie tersa, clara —otra cosa es el trasfondo—; se pueden considerar contados aquellos en que los que domina la profusión o exuberancia formal, y esto a pesar de que, en mi poesía, la rima es rasgo, o característica, recurrente, sino fundamental, y obvia, asimismo, constante, cierta atención a la métrica, no por sí misma, no con la intención de componer estrofas de determinada hechura, sino por la cadencia, la musicalidad, el ritmo que proporciona.

—Además de los poemas, el libro contiene una muestra de sus dibujos. Inquietantes trazos, formas indefinidas, pero de una gran belleza. ¿Cómo es el proceso artístico de ilustrar el poemario? 

—Dibujo según voy escribiendo, o, mejor explicado, cuando, entre poema y poema “me atranco”, o falta, o se resiente la inspiración, o el impulso, dibujo. Trazo una línea, a ver por dónde me lleva, en cierta forma como hago con la escritura: escribo un primer verso, o un par de ellos, a ver qué dirección toman. En mi caso, ni el poema ni el dibujo existen, ni siquiera como idea o concepción previa, antes de ser, respectivamente, escrito o trazado, esto es, “hago camino al andar”. Por lo tanto, no ilustro el poemario, el dibujo no se realiza con la intención expresa de ilustrar estos o aquellos versos, sino que escritura y dibujo van surgiendo espontáneamente y en paralelo, al alimón, pero sin ánimo ninguno de complementarse. 

—Su poesía está plagada de enigmas, de nostalgia y de dolor, pero asimismo es un canto a la luz, a la belleza de la niñez… a la vida misma. ¿Cómo es el proceso creativo? ¿De dónde surge la inspiración de Los niños de la gloria?

—El proceso es sencillo y variado. Sencillo, porque no media, o precede, como ya he dicho, un plan previo, un propósito de escribir expresamente sobre nada. Lo que es variado es el arranque, el impulso, que puede ser —lo es muchas veces— una imagen que surge, poderosa, con energía poética, que yo noto, siento, que hay que aprovechar para convertirla en fuente de palabras, o bien, en lugar de una imagen, una serie de palabras, una frase —lo que será el primer verso—, que pide ser continuada. No siempre el germen, o primer impulso, es tan abstracto; la expresión, o porte, o actitud de una persona, asimismo una breve escena, o visión —evocación también— de un paisaje real pueden despertar cierta emoción y esta desencadenar el consiguiente proceso de escritura. Lo que es común a todas estas variantes es que son prontas, espontáneas; me es imposible escribir sobre una idea o tema predeterminados. 

El que en los poemas haya tanto luz como dolor, belleza como nostalgia, se debe a que el fondo que subyace a esos desencadenantes espontáneos es la admiración por la vida (y esto es amplísimo: el polen, una roca, los sentimientos de las personas, el cuerpo, la tierra, un álamo, en el álamo, el aire) y la desazón que provoca el no ser dueño de ella, esto es, de verla pasar, morir, desaparecer entre nuestros dedos —nuestro tiempo—, sin que podamos hacer nada por retenerla. Luz y dolor. En palabras de mi hermana, también, ternura y coz.

—Ha pasado usted buena parte de su vida —como profesor de segunda enseñanza— en Galicia y el País Vasco, así como un par de años en Escocia. ¿Se reflejan de algún modo estos lugares en su poesía?

—Sin duda. El lector puede tener por seguro que cada vez que aparece el brezo, y muy especialmente si lo hace en compañía de la turbera, en mi pensamiento, sentimiento o inconsciente, está Escocia. En alguno de los libros que preceden a Los niños de la gloria, los editados por Vitruvio, aparece algún poema en lengua gallega, así como versos entreverados en vascuence. Una gotita de esta última lengua, una sola palabra, aparece, curiosamente, en Los niños de la gloria: “zorabio” (que en el libro he acentuado, “zorabío”, por reflejar la prosodia del vascuence). Significa “vértigo”. Se me vino a la cabeza natural, espontáneamente, aun estando escribiendo en castellano, y la recibí y acogí tal cual, sin desecharla. Por otra parte, el mar, común a los tres países, aparece recurrentemente en mi poesía, aun siendo, como soy, madrileño, y guardando en mi interior un fondo infantil, de imágenes y sensaciones, además de madrileño, segoviano, Guadarrama por medio. 

La presencia del mar, la procedencia o carácter de su evocación es, sin embargo, debo advertir, engañosa, puesto que no siempre se relaciona con el mar real, con esos mares y costas de Galicia, el País Vasco o Escocia, sino con la idea abstracta del mar que todos albergamos, aun siendo de tierra adentro, y que los poetas empleamos con tanta frecuencia para expresar ciertos sentimientos, estados de ánimo, anhelos y nostalgias.

—En sus escritos nos habla de aquel antiguo Chamartín, un Madrid que aún contemplaba el discurrir de los rebaños de ovejas por sus calles, que todavía convivía, hasta cierto punto, con la naturaleza. ¿Qué más recuerda de ese Madrid ido, pero que perdura todavía en su memoria?

—Sobre todo —natural, yo era un niño—, la vecindad: Las calles sin asfaltar, tapias de muros bajos, de enrejado florido de celinda, rosales, jazmín, que unían, más que separaban, a los vecinos de “las colonias”, jardines que miraban y se dejaban mirar, calles y plazas sin tráfico en los que los niños jugaban libres, sin vigilancia de nadie, hasta que, a voces desde los balcones, se les llamaba a cenar, en verano, o, en invierno a merendar; los carros del botijero, del “hombre del hielo”, los gitanos que acampaban en los desmontes, ¡la abundancia de charcos y tierra, y grama, malvas rastreras, malvas reales, bichos, bichos, bichos, “bichobolas”, “cortatijeras”, zapateros, mariposas, arañas, lagartijas por las tapias y bandas de perros “callejeros”, sin dueño, bien avenidas, con las que los chavales gustábamos de confraternizar!; los juegos con el barro y las piedras, las varas de ailanto —estupendas espadas—, los toboganes que ofrecían los terraplenes de los desmontes, aquellos barrios, como nosotros, aun por conformar. Un entorno, en fin, unas relaciones, unas sensaciones infinitamente más humanas —el hombre es naturaleza—, más sencillas, también, que las de ahora. No voy a decir que era más fácil ser feliz entonces… pero, con tomates en los calcetines, la diaria potestad de hacerse arañazos, desolladuras y ensuciarse en el barro, en el cieno de las vaguadas o con el hollín de las carboneras, y sin telefonillos ni videovigilancia ni muros que más parecen de cárceles que de viviendas, en verdad lo parecía.

—¿Qué le da la Poesía frente a la narrativa?

—Por supuesto, la libertad para imaginar el significado de lo que se me está diciendo o sugiriendo, el poder construirme un mundo propio a partir del que otra persona ha concebido, sin necesidad ni conveniencia, o mandato, de que se parezca o sea del todo fiel a lo que ella se representó o quiso expresar.

Sin embargo, como mal lector de poesía que he confesado ser, prefiero responder a la pregunta desde la perspectiva de escritor, para mí más favorable: La poesía me ofrece una soltura, una ligereza que no alcanzo en prosa, una creatividad, libertad de movimientos, que desaparece cuando, alguna vez, he intentado narrar, componer un cuento, pergeñar un relato. Imposible: la soltura y ligereza que me asisten cuando escribo en verso, se convierten en torpeza y rigidez en cuanto prolongo las líneas y pretendo explicarme de manera, digamos, más racional, más acorde con el flujo ordinario de la lengua. Curiosamente, me sucede lo mismo con el dibujo y el color: con la línea y el estricto blanco y negro soy capaz de crear, de expresarme; con el color, por el contrario, me pierdo, no acierto a poner orden ni atisbar objetivo claro, no logro nada satisfactorio y coherente.  

—¿Para cuándo un presidente del gobierno al que le guste la poesía? ¿Tiene esta algo de incompatible con la política?

—Para ser sincero, no tengo ni idea de si a los diferentes presidentes de gobierno que en los últimos años hemos tenido les gusta, o les gustaba o no la poesía. En fin, a decir verdad, no tengo ni idea de lo que les gusta o les deja de gustar en el ámbito personal, de las aficiones que tienen. 

En cuanto a la hipotética incompatibilidad entre poesía y política, desde luego, no debería haberla, es más, basta recordar lo que los de mi generación leíamos en nuestra adolescencia y juventud —un poeta popular era Pablo Neruda, por ejemplo— y, sobre todo, escuchábamos, para afirmar, sin titubeos, que no la hay. Víctor Jara, Violeta Parra, Mercedes Sosa, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Raimon, Lluis Llach, Paco Ibáñez, Labordeta… Es obvio, sin embargo, que el matrimonio de lírica y política, que fue habitual y fructífero entonces, ya no encuentra el terreno político y social adecuado para florecer. 

En cuanto a mí, como poeta, experimento también ese “sin embargo” de tres líneas más arriba. Aun habiendo crecido oyendo textos de denuncia social o política —y no hablo ya solamente de la órbita hispanoamericana o ibérica a la que he hecho referencia, sino también, de la vena agitadora de John Lennon (Woman is the nigger of the world, Bloody Sunday, Angela…) o, después, ya metidos en el punk, de Sex Pistols o los Clash, The Dead Kennedys… y diez años después, en los ochenta, Margaret to the Guillotine, de los Smiths—, y en los noventa Negu Gorriak o EH Sukarra, entre otros, yo apenas introduzco el tema, ya sea en forma de crítica o de denuncia, de queja, de desencanto o de rebelión, como se puede comprobar leyendo cualquiera de los libros que he publicado hasta ahora. En concreto, y por lo que a Los niños de la gloria se refiere, solo aparece un violín irlandés “dando la nota” en un ambiente acomodado, colonial, inglés. Nada más. Excepción anecdótica. Y esto, no por cuestión poético-política, es decir, no porque juzgue inoportuno mezclar la lírica con la protesta, con la arenga o el alegato o la denuncia de lo que uno estima injusticia, ni mucho menos, sino porque, a la hora de expresar mis sentimientos o urgencias en esta materia, hallo que soy un inepto, que “no me sale”, en términos coloquiales, exactamente como me sucede con la narración o el empleo del color: no es lo mío. Lo intento, lo he intentado, y, por lo general, el resultado es un poema plano, muy modesto de “vuelo”, en fin, malo sin paliativos. Pero es una cuestión de “incompatibilidad”, o torpeza, mía, personal. Para quien lo sabe hacer, la poesía es perfectamente compatible con la política. Copio, por recordar: “Maldigo la poesía concebida como un lujo por los neutrales…” —Gabriel Celaya, Cantos iberos, 1955—. ¡Cuántas veces no escucharíamos, los de mi generación, —aparte de los Beatles, una cosa no quitaba la otra— Paco Ibáñez à l´Ólympia, —1969— traído “de extranjis” de la France! Y, sin embargo…

—La rima está presente prácticamente en todos sus poemas, y se advierte, además, aunque no de forma regular, la atención a cierta métrica. No es lo habitual, en la poesía que se viene escribiendo últimamente. ¿Podría comentar esa tendencia a rimar, patente, que se observa en su poesía?

—Yo creo que siempre, desde que empecé a escribir —tendría dieciséis años—, lo he hecho apoyándome, sonoramente, en la rima. Una razón sencilla y obvia es que entonces, con esa edad, y en el ambiente familiar y colegial en que crecí y me eduqué, se daba por hecho que “escribir una poesía”, como decíamos, era escribir rimado. Yo diría que, además, popularmente, esta identificación del verso con la rima persiste. La poesía no rimada, como la no medida, era un descubrimiento, un hallazgo “intelectual” para el joven que iba accediendo a ambientes más “enterados”, o más cultos. Por una parte, pues, está este acervo, esta herencia recibida, no ya en los primeros años de colegio, — “adiós ríos, adiós fontes, adiós, regatos pequenos, adiós, vista dos meus ollos, non sei cándo nos veremos…” o “La mare de Deu, quan era xiqueta, anava a costura i aprendre de lletra”, mi primer contacto con “las otras” lenguas— sino también en casa: “El lagarto está llorando, la lagarta está llorando, el lagarto y la lagarta con delantalitos blancos” oía recitar a mi madre. Por otra, ya en mi adolescencia y primera juventud, los poemas que me causaron mella, que se me quedaron grabados, aun sin detenerme a considerar reflexivamente si me gustaban o no, y por qué razón, fueron rimados: el “O, Rose, thou art sick!” de William Blake, el romance del prisionero, y ciertas estrofas de Noche oscura del alma y Cántico espiritual”, de Juan de la Cruz.

Más adelante, al hojear la sección literaria de un periódico o una revista y leer la reseña de algún libro de poesía con la muestra de algún que otro poema, me fui percatando de que lo de escribir versos con rima no era precisamente lo más común, o la tendencia predominante. Y de aquí surgió —era joven yo, tenía las ideas claras, recias, como los jóvenes suelen— cierta reafirmación en mi forma, o costumbre, de escribir poesía sin prescindir de la rima, y esto porque se me ocurrió que, si la poesía no era popular, había dejado de ser popular hacía mucho, era porque ya no conectaba con “el vulgo”, y no conectaba con el vulgo, precisamente, a mi parecer, porque había dejado de lado lo que la gente corriente espera —hasta cierto punto exige— de la poesía. En fin, esa impresión tenía, tuve, durante unos años, pero no es ni mucho menos la razón por la que escribo rimando. La razón es, simple y llanamente, que es así como la poesía brota en mí, natural y espontáneamente; no media, pues, consideración cultural, estilística, técnica o de otra índole, ninguna. 

Por lo que concierne a la métrica, en mi poesía existe, cuando surge, porque dirige, encauza, mantiene el ritmo, le hace bien a la cadencia. Al fin y al cabo, la rima cumple función muy semejante: puntúa la cadencia, la refuerza o subraya con su repetición sonora. Pero todo esto surge en mi poesía, me interesa subrayarlo otra vez, de manera espontánea, por lo tanto, sin atender a frecuencia, orden, o estrofa preconcebida; de ahí que no se desarrolle conforme a esquemas o grupos de versos establecidos o regulares.   

—¿Qué consejos daría a los jóvenes que comienzan a escribir?

—En el caso de que su objetivo o anhelo primordial sea publicar, que le pongan mucho más empeño del que yo he puesto. Yo me limitaba, me he limitado siempre, a reunir unos versos aprovechando el asueto anual que me brindaba el verano, y enviarlos a algún certamen literario. Y ya está. No recibía premio ninguno, nunca, pero me daba igual: otro verano, y un par de envíos más, infructuosos siempre. No me animé a enviar ejemplares a las editoriales hasta hace relativamente poco, cumplidos ya los sesenta años. Si queréis publicar, ¡no tengáis semejante “pachorra”! Sed perseverantes, pero no ya en el escribir, sino también en el dar la murga, insistir, importunar… Si estáis seguros de vuestra calidad, de que lo que escribís merece verdaderamente la pena, no “os cortéis”, enviad ejemplares a las editoriales, aunque aseguren no aceptarlos, y claro, huelga decirlo, aprovechad a fondo el campo que ofrece ahora internet. 

Si el objetivo, o la razón de escribir del joven poeta es básicamente la creación por la creación y el reconocimiento no se le antoja fundamental, que no ceje, que crezca, y que disfrute de su arte y afición: yo he vivido todo mi viaje, mi experiencia poética como ejercicio personal, íntimo casi, sin recibir premio alguno y, hasta hace solo cuatro años, sin publicar, y no he dejado nunca de escribir ni de pasarlo bien haciéndolo.

Se me ocurre también, sobre todo si se escribe mucho, si la obra es profusa y se pretende publicar, dejar reposar los versos un tiempo prudencial, dilatado, si es preciso, y proceder entonces, cuando uno ya ha perdido proximidad temporal y afectiva con lo que ha creado, a la poda, a la selección. Al joven, por naturaleza, se le hacen difíciles ambas cosas, tanto esperar, dejar pasar el tiempo, como identificar, reconocer lo menos bueno, lo que no da la talla, y apartarlo. Yo me entrenaría en lo primero, para después, con la perspectiva necesaria, ser capaz de llevar a cabo lo segundo.

—¿Qué le mueve a escribir?

—La necesidad natural de hacerlo. Como ya he apuntado, escribo desde los dieciséis años, que yo recuerde, y no sé cómo ni por qué empecé. Empecé, no sé, como a esos años uno empieza a… un buen número de cosas, las fisiológicas, muy especialmente, entre ellas. Apunto esto porque, recordándolo ahora, a mí me empezaron a crecer los versos en las páginas de los cuadernos más o menos en la misma época que el pelo en el bigote, pongamos por caso. De modo que, en un principio, lo que me mueve a escribir es, o fue, sobre todo, un impulso casi, casi fisiológico, natural.

Después, bastante más adelante, sí empecé a preguntarme por qué escribía, o cuál era su finalidad profunda, qué extraía de ello. Y, durante mucho tiempo, la respuesta que acepté, que me convenció, fue “por saber”. No es ninguna tontería: cuando se escribe poesía, se va más allá de lo que uno podría expresar con el discurso ordinario, las palabras que van surgiendo le van llevando al escritor a otro terreno, y, verdaderamente, llega a expresar cosas —conceptos, deducciones, imágenes— que, antes de escribir, no sabía que existieran en su mente, en su equipaje intelectual y emocional. Esto es así. Se produce un desvelamiento, un desarrollo de ideas hasta cierto punto ajenos, exteriores al que escribe —siendo interiores— que uno no gobierna directamente.

¿Y ahora? Aunque lo anterior no deja de ser cierto, superados los sesenta, con las primeras enfermedades graves, muertes, despedidas definitivas que comienzan a menoscabar, mellar, dejar desnuda, desacompañada, la propia vida, surge, se impone otra función, o necesidad, que es la de dar salida al dolor, tratar de explicarse el sinsentido del pasar, por una parte, y por otra, recordar, recuperar la infancia, los gozos de la adolescencia, remediar, en la medida de lo posible, el olvido y la pérdida. 

Hace un poquito de frío fuera,

ven a los abrigos hoy

entre la pálida nieve,

liebre de los espantos.

Hace un viento de balas

de cariños revirados,

ven,

solecito mío del alba cruda,

al espinoso regazo.

Nadie queda ya desnudo

en el páramo pelado

sino el búho boreal

a solas en el mundo,

quietos los ojos de hielos desvelados.

De donde el mar faltaba,

torbellino de gaviotas,

repoblación de pinos,

barcos voladores.

De donde la ola,

dentadura de arcoíris,

puertos desamarrados,

extravío de horizontes.

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