Era la noche más importante del año y la televisión pública tenía el monopolio de la risa. Entre copas de champán y confeti, Martes y Trece apareció en pantalla para protagonizar un momento que, visto con las gafas de 2025, parece sacado de una película de terror distópico. Millán Salcedo, caracterizado como una mujer de clase trabajadora, lucía un maquillaje grotesco simulando un ojo morado mientras soltaba frases que hoy congelarían el plató de cualquier programa matinal.
La audiencia, lejos de escandalizarse, estalló en carcajadas ante la parodia de una víctima de violencia doméstica. Resulta escalofriante pensar que ese humor negro fue validado socialmente por millones de espectadores que no veían maldad, sino costumbrismo exagerado. No había redes sociales para lincharles, ni conciencia colectiva sobre la lacra del maltrato; solo un país que todavía estaba aprendiendo a diferenciar la libertad de expresión de la crueldad gratuita.
El gag que hoy cerraría Twitter
El sketch no se andaba con rodeos ni sutilezas metafóricas. La premisa era directa: una mujer confesaba ante la cámara que su marido la golpeaba sistemáticamente, pero lo hacía con un tono gangoso y ridículo que buscaba la risa fácil del espectador medio. La frase "mi marido me pega, me pega toa" se repitió en colegios y oficinas durante meses, convirtiendo un drama personal en el latiguillo de moda de aquella temporada.
La normalización era tal que el público presente en la grabación reaccionaba con aplausos y vítores. Es devastador comprobar cómo la violencia se trivializaba hasta el extremo de convertirse en un número de variedades entre cantantes melódicos y ballets con plumas. Lo que se pretendía era una crítica a los programas de testimonios sensacionalistas que empezaban a florecer, pero el tiro salió por la culata histórica, dejando un cadáver audiovisual que huele a naftalina tóxica.
La defensa de lo indefendible
Con el paso de los años, los propios protagonistas han tenido que enfrentarse a su fantasma más polémico. Millán Salcedo ha intentado explicar en numerosas ocasiones que su intención jamás fue burlarse de las víctimas, sino parodiar la telebasura que mercadeaba con el dolor ajeno. Sin embargo, esas explicaciones suenan hoy como un eco lejano que no termina de convencer a una sociedad que ha trazado líneas rojas innegociables en el suelo del humor.
No se puede juzgar el pasado con los ojos del presente sin cometer injusticias, pero sí se puede analizar. Es evidente que aquel dúo cómico no sobreviviría hoy ni cinco minutos en antena con ese material, y no por censura, sino por pura evolución ética. Martes y Trece fueron hijos de su tiempo, un tiempo donde la corrección política no existía y donde el respeto a ciertos colectivos era, por desgracia, una asignatura pendiente en la escuela de la vida.
El espejo en el que no queremos mirarnos
Este sketch funciona hoy como un test de Rorschach para la sociedad española. Si lo ves y te ríes, probablemente tengas un problema de empatía grave o una nostalgia mal entendida por una época más salvaje. Si lo ves y sientes un nudo en el estómago, es la señal inequívoca de que, como país, hemos avanzado kilómetros en la dirección correcta, dejando atrás la barbarie disfrazada de chiste.
La cancelación no es retroactiva, pero la memoria sí es selectiva y pedagógica. Recordar estos programas de humor nos sirve para entender de dónde venimos y qué no queremos volver a ser jamás bajo ninguna excusa artística. El "mi marido me pega" ya no tiene gracia, y que no la tenga es, paradójicamente, la mejor noticia que podíamos darnos a nosotros mismos treinta años después.









