Cuando llega el calor, hay un sonido que anuncia el verano en casi cualquier rincón de España: el inconfundible campanilleo del carrito de helados. Pero este dulce no es solo una tentación estacional. Según la Asociación Española de Fabricantes de Helados, cada español consume de media unos siete litros al año, con picos evidentes entre junio y agosto.
El helado se ha colado en nuestra dieta con una naturalidad asombrosa. Desde el clásico cucurucho de vainilla hasta las versiones artesanas de autor, nadie se resiste a su encanto. Sin embargo, ante tanta devoción, surge una duda que ya se ha instalado como un clásico del verano: ¿es posible disfrutarlo sin poner en riesgo nuestra salud?
1El helado: entre la nostalgia y la bomba calórica

Pocos alimentos despiertan tantas emociones como el helado. Basta pensar en la infancia para que aparezca una imagen: playa, paseo con los abuelos, parque o fiesta de cumpleaños. El helado tiene una carga emocional que lo hace casi invencible frente a cualquier intento de veto nutricional. Sin embargo, como ocurre con el vino —donde los polifenoles no neutralizan el efecto nocivo del alcohol—, en el caso del helado, sus escasas virtudes no logran borrar sus múltiples excesos.
Y es que, a pesar de contener ingredientes nobles como la leche o la fruta, el helado comercial suele venir acompañado de azúcares añadidos, grasas saturadas y una densidad calórica elevada. Tal combinación, lejos de ser inocente, puede pasar factura. Un estudio italiano publicado en Nutrients en 2019 lo dejó muy claro: el consumo elevado y frecuente de helado está asociado con mayor riesgo de obesidad, diabetes tipo 2 y enfermedades hepáticas no alcohólicas.