El pueblo rojo detenido en el siglo XVI donde está prohibido entrar con coche y se come al revés

Castrillo de los Polvazares no es solo una postal de arcilla rojiza detenida en el tiempo, es un desafío a la lógica culinaria donde el orden de los factores sí altera el producto. En este rincón leonés, el silencio se impone al motor y la gastronomía se convierte en un ritual casi religioso que invierte las normas sagradas de la mesa.

Llegar a este pueblo es entender de golpe que la prisa se quedó aparcada obligatoriamente a las afueras, junto al asfalto de la carretera moderna. Es curioso cómo el silencio se apodera de todo nada más poner un pie en su empedrado rompe-tobillos, diseñado originalmente para carros de bestias y no para turistas urbanitas con calzado inadecuado.

No estamos ante un decorado de cartón piedra montado para Instagram, sino frente a una reliquia viva que ha sabido conservar su identidad maragata con un celo envidiable. Lo cierto es que aquí el tiempo fluye distinto, como si los relojes hubieran pactado una tregua indefinida con el siglo XVI para no estropear la atmósfera telúrica que se respira.

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Pueblo rojo: Un escenario rojizo que arde al atardecer

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La arquitectura popular a veces tiene estos caprichos geológicos que terminan definiendo el alma visual de toda una comarca leonesa sin pretenderlo. Resulta fascinante comprobar que la piedra ferruginosa marca el carácter de cada fachada, otorgando ese tono rojizo, casi de sangre seca, que hipnotiza a cualquiera que lo mira por primera vez.

Pasear por aquí cuando cae el sol es una experiencia visual que roza lo místico y que te obliga, casi sin querer, a bajar el ritmo cardíaco. Sin duda, la luz juega con los volúmenes de una forma magistral, haciendo que las casas blasonadas parezcan cobrar vida propia y respirar antes de que llegue la noche cerrada y fría.

La riqueza de los que dominaban los caminos

Todo este despliegue de casonas con portones inmensos no fue fruto de la casualidad ni de la agricultura pobre de la zona, sino del dinero de los arrieros maragatos. Hay que recordar que estos comerciantes controlaban las rutas principales entre Galicia y la Meseta, acumulando una fortuna considerable que decidieron invertir en su tierra natal para fardar ante sus vecinos.

Sus casas se construyeron con patios enormes para guardar los carros y proteger las mercancías, creando una estructura doméstica que está prácticamente blindada hacia el exterior. Sorprende ver cómo la funcionalidad dictaba el diseño de unas viviendas que, siglos después, siguen imponiendo un respeto absoluto por su solidez de fortaleza y su ostentación silenciosa.

¿Por qué en este pueblo el coche es el enemigo?

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Olvídate de intentar meter el coche hasta la cocina, porque aquí el urbanismo se protege con uñas y dientes del caos motorizado moderno. Se agradece que el tráfico rodado esté prohibido para los visitantes, permitiendo escuchar el eco de tus propios pasos sobre unas piedras irregulares que han visto pasar demasiada historia.

El suelo es una trampa mortal para tacones y suelas finas, un recordatorio físico de que este lugar no se ha adaptado a nosotros, sino que nosotros debemos adaptarnos a él. Es evidente que la incomodidad es parte del encanto, obligándote a mirar dónde pisas y, de paso, a admirar la belleza austera de un suelo que jamas conocerá el alquitrán.

La herejía gastronómica de comer al revés

Sentarse a la mesa en Castillo requiere olvidar todo lo aprendido sobre el orden lógico de una comida tradicional española para abrazar el caos del Cocido Maragato. Dicen que empezar por la carne es sensato si eres un arriero que quizás tenga que salir corriendo ante un ataque, asegurando así la ingesta de proteína antes que la sopa.

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El ritual comienza con hasta siete tipos de carnes contundentes, sigue con los garbanzos con repollo y termina, si es que te queda algún hueco vital, con el caldo humeante. Lo mejor es que el estómago agradece esta anarquía, demostrando que a veces la tradición tiene razones de peso que la dietética moderna no alcanza a comprender ni de lejos.

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