El olor a ordenador caliente y las cabinas de monedas: un viaje al lugar donde te conectaste al mundo por primera vez

Hubo un tiempo no muy lejano en el que Internet tenía un horario de apertura y cierre, un lugar físico al que peregrinábamos con los bolsillos llenos de monedas para abrir una ventana al mundo digital. Antes de que lleváramos la red en el bolsillo, la socialización y el descubrimiento dependían de aquellos locales oscuros donde el ordenador era el rey indiscutible y el tiempo corría implacable en un contador de escritorio.

Aún recuerdo con nitidez esa sensación eléctrica al cruzar la puerta de cristal, una mezcla de ansiedad en busca de un ordenador para quién estaba conectado. Era un ritual casi sagrado porque, en aquellos días, la vida digital no nos perseguía a todas partes, sino que nosotros íbamos a buscarla. No había notificaciones vibrando en la pierna a todas horas, solo la promesa de una pantalla parpadeante al fondo de un pasillo mal iluminado donde pasábamos las horas muertas.

El aire allí dentro siempre estaba cargado, denso, con una temperatura que subía varios grados respecto a la calle por culpa de la maquinaria en funcionamiento constante. Si cerrabas los ojos, podías sentir cómo el zumbido de los ventiladores creaba una atmósfera única que nos aislaba del mundo exterior. Ese ordenador asignado, muchas veces con las teclas borradas por el uso intensivo de cientos de dedos anónimos, era nuestro único vehículo para escapar de la rutina del barrio.

EL SANTUARIO DEL RUIDO BLANCO Y EL PLÁSTICO CALIENTE

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HUELLAS DACTILARES EN PANTALLAS DE TUBO Y TECLADOS GRASIENTOS

La ergonomía brillaba por su ausencia en aquellas mesas corridas de madera aglomerada, donde nos sentábamos en sillas de oficina que rara vez conservaban todas sus ruedas. Nos daba igual la incomodidad porque lo importante era conseguir el puesto más alejado del mostrador para tener un poco más de intimidad. Aquellas pantallas de tubo, inmensas y pesadas como rocas, emitían una radiación estática que erizaba el vello de los brazos al acercarlos, una sensación táctil que hoy hemos perdido por completo.

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La higiene era un concepto relativo en estos templos de la conexión, donde los periféricos acumulaban la historia de todos los usuarios anteriores. A nadie le importaba demasiado que el ratón de bola se atascara constantemente por la suciedad acumulada en sus rodillos internos. Golpeábamos ese ordenador contra la alfombrilla con la esperanza de recuperar la precisión perdida en mitad de una partida, asumiendo esa mugre tecnológica como parte innegable del peaje que debíamos pagar por navegar.

LA TIRANÍA DEL CONTADOR Y EL CAMBIO SUELTO

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La gestión de la economía personal durante la adolescencia se medía en bonos de horas o en monedas de un euro y dos euros. Vivíamos pendientes del reloj de la barra de tareas, sabiendo que cada minuto consumido nos acercaba al abismo de la desconexión forzosa. No había nada más dramático que estar en medio de una conversación crucial en el Messenger y ver cómo el gestor del local, desde su puesto central, te bloqueaba la sesión porque se te había acabado el saldo.

Esa limitación temporal nos enseñó a ser eficientes, a escribir a la velocidad del rayo y a priorizar qué páginas web merecían nuestra atención y cuáles no. Aprendimos a la fuerza que el acceso a la información tenía un coste tangible que salía de nuestra paga semanal. Cuando te sentabas frente al ordenador, tenías un plan de acción trazado mentalmente para aprovechar cada segundo, una disciplina digital que se ha diluido ahora que la tarifa plana de datos ha eliminado cualquier sensación de urgencia.

DE LAS CABINAS TELEFÓNICAS AL CHAT DE TERRA

Los locutorios no eran solo templos del videojuego o la navegación; también eran el centro neurálgico de las comunicaciones de larga distancia para medio barrio. Las cabinas estrechas, forradas de moqueta para insonorizar, eran testigos mudos de dramas familiares, amores transoceánicos y negocios cerrados a gritos, creando una banda sonora de voces superpuestas en diferentes idiomas. Mientras tú jugabas, a tu lado alguien lloraba o reía hablando con un pariente a miles de kilómetros, compartiendo ese espacio de intimidad prefabricada.

La convivencia entre los que iban a llamar por teléfono y los que íbamos a chatear generaba una fauna urbana muy particular y diversa. Era fascinante ver cómo las fronteras culturales se disolvían en aquel espacio reducido bajo la luz de los fluorescentes. Todos compartíamos la misma necesidad de conectar con algo que estaba lejos, ya fuera a través del auricular de un teléfono fijo o mediante el teclado de un ordenador que tardaba una eternidad en cargar una simple imagen.

EL LEGADO INVISIBLE DE UNA GENERACIÓN ANALÓGICA

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Mirando atrás, aquellos lugares fueron nuestra escuela de informática, el sitio donde aprendimos a "quemar" CDs y a lidiar con los primeros virus que llegaban en disquetes de dudosa procedencia. Nos curtimos tecnológicamente entre el humo del tabaco (cuando aún se podía fumar) y el ruido de las teclas, entendiendo que la paciencia era la mayor virtud del internauta novato. Hoy, con la fibra óptica en casa, hemos olvidado lo que significaba esperar diez minutos para bajar una canción que, a veces, ni siquiera era la correcta.

Esos negocios han ido desapareciendo de nuestras calles o mutando en tiendas de reparación de móviles, barridos por la potencia de los smartphones que llevamos en el bolsillo. Sin embargo, queda en nosotros una memoria sensorial imborrable de aquellos antros tecnológicos que nos abrieron las puertas de la aldea global. Quizás ya no necesitemos ir a un sitio específico para usar un ordenador, pero esa emoción de sentarse, ponerse los auriculares y teclear la contraseña de inicio sigue siendo el origen de todo lo que somos hoy en la red.

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