Pensaba que comer doce uvas a contrarreloj era lo más raro que hacíamos en España en Nochevieja. Que si atragantarse, que si no llegar a tiempo, que si la superstición de que, si fallas, el año empieza torcido. Todo eso nos parece normal porque lo llevamos haciendo más de un siglo, casi sin preguntarnos por qué.
Pero basta con levantar un poco la mirada y asomarse a lo que ocurre fuera para darse cuenta de que lo nuestro es casi discreto. Hay quien despide el año saltando olas en el mar, lanzando cubos de agua por la ventana o barriendo literalmente las malas energías de casa. Y no, no es una metáfora.
Cada 31 de diciembre el mundo entero se llena de rituales, muchos tan serios como extravagantes, todos con el mismo objetivo, dejar atrás lo malo y arrancar el año nuevo con algo de esperanza. Y después de conocerlos, las uvas ya no parecen tan extrañas.
Las doce uvas: una tradición más moderna de lo que creemos

En España nos gusta pensar que lo de las uvas viene de tiempos remotos, casi ancestrales, pero la realidad es bastante más reciente. Las primeras referencias escritas aparecen a finales del siglo XIX, cuando la burguesía madrileña celebraba el cambio de año con champán y uvas como símbolo de estatus. La respuesta popular fue tan sencilla como irónica, salir a la Puerta del Sol a imitarlos, uvas en mano, a modo de burla.
Con el paso de los años, aquella protesta espontánea se convirtió en costumbre. A eso se sumó, ya entrado el siglo XX, un excedente de producción de uva que los agricultores supieron reconvertir en “uvas de la suerte”. Doce frutos, doce meses, un ritual perfecto para vender y para quedarse. Desde entonces, la imagen de las campanadas y las uvas es casi inseparable del fin de año en España.
Hoy nadie discute la tradición. Da igual si las uvas están peladas, en lata o sustituidas por gominolas. El gesto sigue teniendo algo casi sagrado. Un momento de silencio colectivo, de miradas al reloj, de deseos que no se dicen en voz alta pero que todos compartimos.
Cuando el mar, el fuego o el agua sustituyen a las uvas

En Brasil, la Nochevieja se vive mirando al mar. Miles de personas vestidas de blanco se reúnen en playas como Copacabana para saltar siete olas justo después de medianoche. Cada salto representa un deseo. Después llegan las ofrendas a Yemayá, la diosa del mar, flores, collares, velas que flotan o se hunden, según la suerte.
En otros países de América Latina, el ritual pasa por limpiar. En Puerto Rico o Uruguay es habitual lanzar cubos de agua por la ventana para expulsar lo malo del año que se va. En Argentina, además, se barren simbólicamente las malas energías, mientras que en Colombia se queman muñecos que representan todo lo negativo vivido durante el año.
Visto desde fuera, puede parecer exagerado. Pero el trasfondo es el mismo que el de nuestras uvas, cerrar una etapa. Cambia el escenario, cambian los objetos, pero la necesidad de empezar de cero es universal.
Rituales que rozan lo absurdo… o lo genial

Europa tampoco se queda corta en tradiciones llamativas. En Dinamarca, romper platos contra la puerta del vecino es una forma de desearle prosperidad. Cuantos más restos encuentres al día siguiente, mejor te irá el año. En Escocia, la primera persona que cruza el umbral tras la medianoche determina la suerte de la casa, siempre que no sea pelirroja o rubia.
En Japón, el cambio de año se acompaña de 108 campanadas en los templos budistas. No hay comida ni brindis, pero sí un fuerte componente espiritual: cada campanada representa un pecado o deseo mundano que se deja atrás. Es una despedida solemne, casi introspectiva, muy lejos del ruido y la fiesta a los que estamos acostumbrados.
Y luego están las supersticiones más cotidianas, ropa interior roja en España e Italia, amarilla en Colombia, blanca en Brasil. Maletas vacías para atraer viajes, lentejas para llamar al dinero, papeles quemados, deseos escritos y tragados con champán. Cada cultura adapta el ritual a su manera, pero el mensaje siempre es el mismo.
Al final, quizá la tradición más rara no sea ninguna en concreto. Lo verdaderamente curioso es que, estemos donde estemos, seguimos necesitando gestos simbólicos para sentir que el año empieza limpio. Doce uvas, siete olas o un cubo de agua lanzado al vacío. Da igual el método. Lo importante es creer, aunque sea por una noche, que lo mejor todavía está por venir.






