En 1985 España tuvo el 21% de paro: Así vivían casi 3 millones de desempleados cuando la tasa juvenil superaba el 40%

En 1985 España alcanzó una de las tasas de paro más altas de su historia, alrededor del 21% y con casi tres millones de personas sin trabajo. Para muchos desempleados aquello significó recortar gastos, volver a casa de los padres o aceptar trabajos precarios en la economía sumergida.

En 1985, los desempleados marcaron el pulso social de una España que intentaba dejar atrás la dictadura y adaptarse a una economía abierta. La tasa de paro rondaba el 21%, una cifra muy elevada para un país que modernizaba su industria mientras destruía cientos de miles de puestos de trabajo. A esa realidad se sumaba un paro juvenil que superaba el 40% en algunos tramos de edad, golpeando con especial dureza a quienes buscaban su primer empleo.

En ese contexto, la palabra desempleados se convirtió en sinónimo de incertidumbre, pero también de resistencia y búsqueda constante de oportunidades, aunque fueran precarias o temporales. Las oficinas de empleo se llenaban de colas interminables, y muchos jóvenes encadenaban cursos, prácticas o trabajos en negro para poder ayudar en casa. La sensación de vivir en una especie de espera permanente marcó a una generación que tuvo que improvisar su futuro sobre la marcha.

UN PAÍS ATRAPADO EN EL PARO MASIVO

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La España de mediados de los ochenta arrastraba todavía las secuelas de la crisis industrial y la reconversión productiva, que habían destruido empleo en sectores clave como la siderurgia, la minería o la construcción naval. Las cifras oficiales hablaban de cerca de un 21% de paro en 1985, un récord histórico que colocaba al país a la cabeza del desempleo en Europa occidental. En muchas comarcas industriales, prácticamente todas las familias tenían a alguien sin trabajo.

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Ese paro masivo no se distribuía de forma homogénea, porque golpeaba con más fuerza a las regiones industriales y a los barrios obreros de las grandes ciudades, donde el cierre de fábricas se vivía como una tragedia colectiva. En los pueblos rurales, muchos jóvenes que habían emigrado años antes para trabajar en la ciudad se vieron obligados a regresar a casa, sin empleo y con la sensación de haber fracasado. Aquello alimentó la desconfianza hacia la política y las promesas de recuperación rápida.

ASÍ ERA EL DÍA A DÍA DE LOS DESEMPLEADOS

Para los desempleados, la rutina comenzaba muchas veces en la oficina de empleo, firmando el paro o consultando un tablón donde casi nunca aparecían ofertas adecuadas a su experiencia. Muchos organizaban su semana alrededor de esas visitas, de pequeñas chapuzas pagadas en efectivo y de interminables gestiones burocráticas para no perder la prestación. La espera se hacía más pesada cuando las cartas de rechazo se acumulaban y las entrevistas eran escasas.

La economía doméstica se ajustaba al céntimo, recortando en ocio, ropa nueva y, en muchos casos, incluso en calefacción o alimentación variada. No era raro que varios desempleados compartieran piso para abaratar alquiler, o que tres generaciones convivieran bajo el mismo techo para sumar pensiones y ayudas. En ese entorno, cada ingreso extra, por pequeño que fuese, se celebraba como un pequeño respiro que permitía aguantar un mes más.

FAMILIAS ENTRE LA INCERTIDUMBRE Y LA SOLIDARIDAD

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Las familias se convirtieron en el principal colchón frente a la falta de trabajo, acogiendo a hijos adultos desempleados, parejas jóvenes y, a veces, incluso a amigos que no podían pagar un alquiler. Muchos hogares vivían solo de una pensión o de un salario modesto, que se estiraba para cubrir a varios miembros sin ingresos propios. Esa solidaridad cotidiana evitó situaciones aún más dramáticas, aunque también provocó tensiones, discusiones y sensación de dependencia.

Dentro de casa, los roles cambiaron: había desempleados que asumían el cuidado de los mayores, las tareas del hogar o el seguimiento escolar de los niños, mientras otros miembros trabajaban fuera. Esa redistribución ayudaba a sobrellevar el golpe emocional de no tener empleo, dando una función clara dentro de la familia. Sin embargo, no siempre compensaba la frustración de ver pasar los años sin poder construir una vida autónoma.

LOS JÓVENES Y UN FUTURO BLOQUEADO

El paro juvenil superaba ampliamente la media nacional y llegó a situarse en torno o por encima del 40%, según las edades y los periodos. Más de un millón trescientos mil jóvenes estaban sin trabajo hacia 1985, lo que significaba toda una generación atrapada entre contratos temporales, formación incompleta y pocas expectativas reales de estabilidad. Muchos vivían como desempleados de larga duración desde muy pronto, encadenando años de búsqueda infructuosa.

Para esos jóvenes, independizarse resultaba casi imposible y se retrasaban decisiones como formar pareja, tener hijos o comprar vivienda. No quedaba otra que seguir en casa de los padres, compartir habitaciones y depender del apoyo económico familiar para cualquier proyecto. A la vez, surgieron nuevas formas de ocio barato y vida en la calle, donde se mezclaban esperanza, desencanto y una creatividad que más tarde marcaría la cultura de toda una época.

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LA RESPUESTA DEL GOBIERNO Y LOS SINDICATOS

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Ante ese panorama, los gobiernos de la época impulsaron políticas de reconversión industrial, programas de formación y distintos incentivos para la contratación, especialmente dirigidos a jóvenes y parados de larga duración. Sin embargo, muchos desempleados percibían esas medidas como tardías o insuficientes, porque la creación de empleo no compensaba la pérdida previa de puestos de trabajo. La sensación de distancia entre los despachos y la realidad de los barrios era muy fuerte.

Los sindicatos jugaron un papel clave, organizando manifestaciones, huelgas generales y negociaciones para mejorar prestaciones y condiciones de despido en sectores muy afectados. Gracias a esa presión se reforzó el sistema de protección social, aunque también se consolidó un mercado laboral dual, con una parte de trabajadores estables y otra más precaria. Muchos desempleados, aun así, seguían sintiendo que quedaban en la parte más débil de la balanza.

CUANDO LOS DESEMPLEADOS MIRAN HACIA HOY

Quienes vivieron aquellos años como desempleados suelen comparar la situación con las crisis posteriores, destacando que entonces la familia y el barrio eran redes de apoyo casi inevitables, porque apenas había alternativas institucionales o tecnológicas. No existían portales de empleo en internet ni redes sociales donde buscar oportunidades, de modo que todo pasaba por contactos directos, periódicos y tablones físicos. La búsqueda de trabajo era más lenta y dependía mucho del boca a boca.

Al echar la vista atrás, muchos subrayan que aquella experiencia de paro masivo dejó una huella profunda en la manera de entender la seguridad laboral, el ahorro y la necesidad de diversificar los ingresos. También ayudó a que las generaciones siguientes crecieran con la idea de formarse más, emigrar si era necesario y no dar por garantizado un empleo fijo para toda la vida. En buena medida, la memoria de 1985 sigue marcando cómo se perciben hoy las crisis económicas.

LO QUE QUEDÓ DE AQUELLA CRISIS LABORAL

La crisis de paro de 1985 dejó como legado un mercado laboral con cicatrices profundas, donde el miedo a perder el empleo y a engrosar las filas de los desempleados ha seguido muy presente durante décadas. España no volvió a ver tasas tan altas hasta las grandes recesiones posteriores, pero nunca consiguió reducir el desempleo a niveles bajos de forma sostenida. Esa irregularidad ha alimentado una sensación de fragilidad estructural.

Al mismo tiempo, aquella generación de desempleados desarrolló estrategias de resistencia que hoy suenan muy actuales: pluriempleo informal, migración interior o exterior, reciclaje profesional y búsqueda constante de nuevas oportunidades. Su experiencia sirve para entender que detrás de las estadísticas de paro hay historias de adaptación, desgaste y también de aprendizaje colectivo. Recordar cómo se vivía entonces ayuda a poner en contexto los desafíos laborales del presente.

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