Qué fue de Fernando Ramallo, el chico tímido de ‘La buena vida’ que se descolgó del gran cine español

Su boom a finales de los 90 lo convirtió en una de las grandes promesas del cine español, con premios y nominaciones que parecían asegurarle una trayectoria meteórica. Sin embargo, el paso del tiempo, los cambios en la industria y sus propias decisiones vitales le llevaron a un giro discreto, más pegado al trabajo de “jornalero” del oficio que a los grandes focos.

Fernando Ramallo fue durante unos años el rostro perfecto para contar ese tránsito frágil entre adolescencia y edad adulta que tanto exploró el cine español de los 90, y su irrupción tuvo algo de cuento improvisado. Se crió en el barrio madrileño de Argüelles y se coló casi por azar en un casting que David Trueba realizó en su instituto, buscando protagonistas adolescentes para La buena vida. Aquel chaval que hacía novillos y se movía entre grafitis y pandillas del barrio terminó encabezando una ópera prima que se convirtió en película generacional, abriéndole de golpe las puertas de la industria.

Desde ese estreno, la etiqueta de “gran promesa” le acompañó con fuerza, alimentada por su nominación al Goya como actor revelación por Carreteras secundarias y por el eco crítico de títulos como El corazón del guerrero o Krámpack, muy presentes en la memoria del público que vivió aquel final de década. Pero el salto a los 2000 no trajo la consolidación masiva que muchos daban por hecha, sino una carrera a trompicones, con papeles menos constantes en cine y televisión, y una realidad laboral bastante más precaria de lo que sugerían los reportajes de la época.

A partir de ahí, la historia de Ramallo deja de ser la del niño prodigio que lo consigue todo y se convierte en la de un actor que aprende a moverse en la intermitencia, busca estabilidad y termina repensando su lugar en un oficio que idealizó de adolescente.

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EL CHAVAL DE ARGÜELLES QUE SE COLÓ EN UN CASTING

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Fernando Ramallo nació en Madrid en 1980 y creció en Argüelles, un barrio duro en los 90, marcado por la presencia de grupos violentos y una vida callejera intensa que él mismo ha recordado en entrevistas. Era un adolescente pequeño, muy blanco, al que algunos compañeros se tomaban a broma, y que se refugiaba en el dibujo, los cómics y los grafitis para ganarse respeto y esquivar problemas en clase. Le interesaba más estar en la calle que en el aula, hasta que un día la rutina del instituto cambió de forma radical con la llegada de un director de cine dispuesto a buscar nuevos rostros.

Ese director era David Trueba, que preparaba su primera película y decidió hacer un casting masivo en el centro educativo de Ramallo, revisando a cientos de chavales que apenas tenían noción de interpretación. El futuro protagonista de La buena vida se coló en esa prueba casi como quien se asoma por curiosidad, sin formación ni expectativas, pero con una naturalidad ante la cámara que llamó la atención del equipo. Entre más de un millar de aspirantes, terminó siendo el elegido para interpretar a Tristán, un adolescente desorientado que, en muchos aspectos, no estaba tan lejos de su propia experiencia vital en aquel momento.

EL IMPACTO DE “LA BUENA VIDA” EN EL CINE ESPAÑOL

El estreno de La buena vida en 1996 supuso un pequeño terremoto en el cine español de la época, tanto por el retrato generacional que proponía como por la aparición inesperada de aquel protagonista tímido y expresivo que nadie conocía. La película, una comedia dramática sobre un chico que afronta la muerte del padre y la confusión del paso a la adultez, conectó con crítica y público, sumando varias nominaciones a los Goya y consolidando a Trueba como director a seguir. En medio de ese éxito, Ramallo pasó de adolescente anónimo a rostro reconocible en cuestión de meses, una exposición para la que apenas había tenido tiempo de prepararse.

A partir de ahí, la industria empezó a verlo como un símbolo de la nueva hornada de actores jóvenes capaces de sostener una película sobre sus hombros, alejados del tópico del galán clásico. Su mezcla de fragilidad y desparpajo lo convirtió en un rostro muy demandado para historias intimistas, coming of age y personajes algo desubicados que necesitaban verosimilitud más que grandilocuencia interpretativa. Aquella primera experiencia, según ha explicado años después, fue también un aprendizaje acelerado en un rodaje profesional, casi sin tiempo para asimilar lo que significaba estar encabezando una producción con nombres importantes tras la cámara.

DEL GOYA REVELACIÓN A ICONO JOVEN DE LOS 90

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Tras La buena vida, el siguiente paso fue Carreteras secundarias, donde interpretó al hijo del personaje de Antonio Resines y compartió cartel con figuras de peso como Maribel Verdú o Antonio de la Torre, elevando aún más su perfil mediático. Por ese trabajo fue nominado al Goya a mejor actor revelación, un reconocimiento que confirmó que no se trataba de un simple golpe de suerte, sino de un intérprete con recorrido. Durante esos años, revistas y medios especializados llegaron a presentarlo como uno de los futuros pilares del cine español, reforzando una presión que, con el tiempo, se demostraría difícil de sostener.

El final de la década lo consolidó como rostro recurrente en títulos muy representativos de ese periodo, desde la fantasía de El corazón del guerrero hasta la mirada generacional y LGTB de Krámpack, que viajó por festivales y dejó huella en muchos espectadores jóvenes. Encadenar proyectos, entrevistas y alfombras rojas a una edad en la que muchos apenas empiezan a decidir qué quieren hacer con su vida le situó en una especie de burbuja profesional, llena de elogios pero también de exigencias y expectativas ajenas. Sin embargo, a medida que el calendario avanzaba hacia los 2000, el ritmo frenético de rodajes empezó a ralentizarse, y su nombre dejó de aparecer con tanta frecuencia en los grandes estrenos del año.

CUANDO EL TELÉFONO EMPEZÓ A SONAR MENOS

Con el cambio de milenio, Fernando Ramallo vivió una transición complicada, en la que sus apariciones en la gran pantalla se volvieron más esporádicas y el tipo de proyectos a su alcance cambió de forma notable. El mercado apostaba cada vez más por otros perfiles, la televisión ganaba peso y las oportunidades para quienes habían sido “niños prodigio” se reducían, sobre todo si no estaban dispuestos a encajar en moldes muy concretos. Él mismo ha explicado que, en ese contexto, tuvo que asumir etapas de paro y trabajos alejados del glamour del cine, incluyendo empleos como teleoperador para poder salir adelante.

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La etiqueta de “gran promesa que se quedó a medias” empezó a perseguirle en reportajes sobre actores que no habían cumplido las expectativas mediáticas que se depositaron en ellos, algo que él ha afrontado con mezcla de humor y cierta resignación. En lugar de desaparecer por completo, buscó acomodo en producciones más pequeñas, teatro, televisión y proyectos independientes, alejados de los titulares pero sostenidos por una vocación que ya no dependía de la alfombra roja. Ese contraste entre la imagen pública que muchos guardaban del adolescente de La buena vida y su realidad laboral adulta se convirtió en una especie de resumen de cómo la industria puede encumbrar y desatender a sus talentos con la misma velocidad.

FERNANDO RAMALLO Y SU REENCUENTRO CON EL OFICIO

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A pesar de los baches, Ramallo nunca llegó a romper del todo con la interpretación, y con los años ha ido reconstruyendo una relación más sana y realista con el oficio, sin la idealización juvenil de los 90. Ha participado en montajes teatrales, ha seguido encadenando trabajos en cine de bajo presupuesto y ha retomado en varias ocasiones la colaboración con David Trueba, como en Casi 40, donde el reencuentro con un personaje maduro dialogaba también con su propia biografía. Ese tipo de proyectos, menos ruidosos pero más personales, le han permitido explorar registros distintos y asumir que la carrera de un actor no siempre responde a la lógica del éxito continuo.

En paralelo, ha buscado espacios donde poder expresarse con más libertad sobre su experiencia, su mirada sobre la profesión y su gusto por conversar con otros compañeros, algo que se aprecia en el canal de YouTube que impulsa bajo su nombre. Allí combina entrevistas informales, reflexiones sobre el oficio y contenidos que mezclan humor y cercanía, alejados del tono solemne con el que muchas veces se habla de cine. Ese universo digital funciona casi como un anexo a su trayectoria audiovisual, un lugar donde el actor adolescente idolatrado se convierte en adulto que comenta, pregunta y comparte dudas con un público que, en muchos casos, creció viéndolo en pantalla.

DE ESTRELLA A “JORNALERO” DEL CINE ESPAÑOL

En alguna ocasión, Fernando Ramallo se ha definido como un “jornalero del cine”, una expresión que condensa bastante bien su percepción actual de la profesión, lejos de la idea glamurizada del éxito permanente. Para él, actuar se parece más a encadenar proyectos precarios, aprender a convivir con la intermitencia y asumir que el reconocimiento masivo puede no volver, sin que eso reste dignidad a los trabajos que van saliendo. Esa sinceridad, poco habitual en ciertos discursos oficiales de la industria, conecta con muchos intérpretes que sobreviven en los márgenes del gran escaparate mediático.

Su caso también sirve para pensar en cómo el cine español ha gestionado tradicionalmente a sus jóvenes promesas, a menudo sometidas a expectativas desmedidas y después algo abandonadas cuando la moda pasa o cambian los gustos del público. La historia del chico tímido de La buena vida que terminó trabajando como teleoperador mientras buscaba nuevos papeles ilustra esa tensión entre vocación artística y pura supervivencia económica, tan común como poco contada. Sin embargo, lejos de la amargura, Ramallo parece haber encontrado una forma de seguir adelante mezclando oficio, proyectos personales y una lucidez que le permite mirar a su pasado sin nostalgia paralizante.

UN LEGADO GENERACIONAL QUE SIGUE VIVO

Aunque su nombre no figure hoy entre los actores más mediáticos del país, el impacto de Fernando Ramallo en la memoria colectiva del cine español de los 90 sigue siendo considerable, sobre todo para quienes vivieron aquella época adolescente identificándose con sus personajes. La buena vida, Krámpack o El corazón del guerrero continúan encontrando nuevas audiencias gracias a reposiciones, plataformas y ciclos especializados, manteniendo vigente la figura de aquel chico que encarnó como pocos la confusión juvenil de entonces. En ese sentido, su legado va más allá de la cantidad de proyectos actuales y se apoya en la huella emocional que dejaron esas historias.

Además, su presencia en entrevistas recientes, su actividad en redes y su participación en coloquios o pases especiales de algunas de sus películas refuerzan la idea de un actor que ha asumido su trayectoria con honestidad, sin disfrazar los altibajos. El público que se acerca hoy a su trabajo encuentra a alguien dispuesto a hablar de precariedad, de expectativas rotas y de la necesidad de reinventarse, algo que encaja muy bien con una generación acostumbrada a vidas laborales discontinuas. Quizá por eso, aquel chaval tímido que se coló en un casting ha terminado convertido en una voz madura y cercana, capaz de recordar su boom juvenil sin dejar que ese recuerdo dicte todo lo que viene después.

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